jueves, 3 de marzo de 2011

el viento...

El otro día estuvo soplando muy fuerte el viento y con algo de frío, mi niño se estaba quejando de que no podía salir a jugar por el clima; entonces me preguntó que cuando yo era chico, que hacíamos cuando por el viento y el frío no se podía salir de casa. Me acordé y le platiqué que antes eran de ley los fuertes ventarrones para los días de semana santa y para el día de muertos y cuando eran los cambios de clima por pasar de una estación a otra, sobre todo de invierno a primavera y de verano a otoño y que, cuando esto sucedía, no nos quedaba otra más que reunirnos todos los chiquillos y las chiquillas (entre puros primos éramos un buen montón) a leer comics, a pintar libros, a jugar a la lotería o a otros juegos de mesa como damas, damas chinas, serpientes y escaleras (que nosotros mismos inventábamos dibujando en una cartulina), a contar historias de terror, o historias de otras cosas que se platicaban medio inventadas, medio en serio, sobre todo cuando una tragedia pasaba en aquel polvoriento barrio donde yo vivía de niño, cerca de la estación del ferrocarril Ch-P.
–¿Pos que no tenían Internet o Sky o DVDs? ¿Eran muy pobres o qué? –Me preguntó.
–No era por pobreza que no teníamos ni Internet ni Sky, era porque no existían todavía, Sebastián, le contesto.
–¿Pues de qué año estamos hablando? –alguien más me preguntó y se escucharon algunas risillas burlonas.
–¡No nos apartemos del tema, recuerden que el Internet y el Sky hace apenas 15 años que llegaron a México!
No sé si por el dato contundente o por el tono, pero de nuevo acaparé la atención para que escucharan el relato.
Les platiqué, entonces, de la historia de la misteriosa muerte de la señorita Shaphino (nunca supimos muy bien como se escribe el apellido, pero ella así se nombraba, la “señorita Chafino”). Ella era de alguna ciudad del Centro-Sur del país, nunca le escuché decir de dónde exactamente, pero luego decía que allí era una tierra de eterna primavera donde los ventarrones y el frío no se conocían; siempre se quejaba de su pobreza y del clima de Chihuahua y de su impotencia porque no se podía regresar a su tierra; sufría mucho cuando el fuerte viento y el frío se aliaban para atormentarla; pensaba que solo a ella pero, en realidad, nos atormentan a todos en lo general y más a los necesitados y desprotegidos en lo particular . Así era esta historia tal como se contaba por aquellos tiempos que ni el tormentoso y malvado viento del tiempo puede borrar:
 …mientras permanecía en la polvorienta esquina, la señorita Chafino sentía un intenso odio hacia el viento. Durante los años que llevaba en aquella, desde su punto de vista, espantosa y desagradable ciudad, entre la mujer y el viento se había mantenido un constan­te estado de guerra, así lo creía y estaba convencida de ello. El aire parecía haberla elegido a ella —una solitaria y desamparada figura— para desahogar sus ocultos deseos de venganza. Le ladeaba el viejo som­brero de fieltro, le echaba sobre el rostro su revuelto ca­bello y le subía indecentemente las faldas, dejando a la vista sus negras y viejas medias, mostrando sin pudor los visibles remiendos de un hilo que a veces no era del mismo color que la raída tela.
Una vez, cuando regresaba a casa desde el trabajo, el viento le arrebató de la mano el billete y lo arrojó bajo un autobús que pasaba. Cuando el vehículo hubo desaparecido, la señorita Chafino miró entre el polvo y buscó por todas partes; pero el maldito papel parecía eludirla. La gente que se arremolinaba a su alrededor casi la empujó bajo un camión y manifestó impacientemente su disgusto contra ella. La cosa había sucedido el día antes de cobrar, cuando la mujer sólo disponía del dinero para pagarse ese autobús y el de la maña­na siguiente. Tuvo que hacer a pie el resto del camino a casa; cinco kilómetros o no se cuantos, y todos con el viento en contra.
Cuando era niña y vivía en el Sur, el viento era una cosa agradable. Las montañas lo mantenían adecuada­mente dominado, domándole como se doma a un brioso corcel. El aire chocaba contra las cumbres y era troceado en minúsculas partículas por los árboles, que susurraban con un sonido similar al del mar. En los campos, las flores silvestres se mecían con suavidad, formando her­mosos mares color rojo dorado. En la escuela, cuando la niña Chafino cantaba, su delgado rostro se iluminaba momentáneamente en estas líneas:
…Como bajo el sol brillan los rizos, que el frío viento forma en los ríos…
Pero entonces la señorita Chafino no sabía realmente lo que era un viento frío.
Ahora sí que lo sabía. Era algo que se introducía por to­dos los resquicios y entumecía los pies de la señorita Chafino, pese al fuego que tan asiduamente cuidaba. Por las noches, el helado viento se metía con ella en la cama, de forma que hasta su atigrado gato, que permanecía bajo las mantas, se estremecía y durante horas de oscu­ridad, no paraba de moverse tratando de calentar sus doloridos huesos. El aire se metía bajo el usado abrigo de la mujer, penetrando por el agujero que había hecho en sus pantalones el alambre del tejado en que los tendía a que se secaran. También atravesaba sus remendados guantes, entumeciéndole los dedos hasta que parecía que le quemaban en una agonía de frío.
Su madre procedía de una agradable región del Sur. Y después de la muerte del padre de la señorita Chafino, la anciana señora anheló con todas sus fuerzas volver a su tierra natal. Pero el viento había podido con ella, recordó la señorita Chafino, con amargura: tras aguantar­lo durante dos temporadas, la pobre anciana murió de pulmonía.
Por entonces, la señorita Chafino poseía un negocio que funcionaba satisfactoriamente. Se dedicaba a la Costura Selecta y Elegante, a Precios Razonables. La mujer se había convertido en una solterona de pecho plano, cuyas juveniles ilusiones se redujeron a cenizas años atrás cuando tenía que cuidar a sus ancianos padres. Confeccionaba ropitas para bebés, con diminutos dibujitos bordados, trajes de novia, y bonitos delantales para niñas.
La enfermedad y la muerte de su madre representa­ron grandes gastos. Luego vino la mala racha. La señorita Chafino se trasladó a barrios peores, barrios que, por lo visto, gustaban mucho al viento, ya que los azotaba constantemente, como éste polvoriento  junto a la estación del ferrocarril Ch-P, con tantas calles de tierra suelta, un arroyo seco lleno de espinas y sucios lotes baldíos. La mujer se sentía sola, inquieta y, a veces, asustada. El miedo le atenazaba la garganta como si fue­se una verdadera mano, haciéndole difícil tragar.
Más tarde, la Administración de Obreros del CH-P le facilitó costura. La señorita Chafino hizo gruesas chaque­tas y pesadas prendas de trabajo. La dura tarea envaró y despellejó sus dedos. No dejaba de pensar en las da­mas a quienes había vestido de seda y crepé de China y en los bellos trajes que realizara durante su juventud.
El peor de los golpes lo recibió al concluir el proyecto obrero. Las mujeres ahora llevaban pantalones, laboraban en las fábricas y compraban ropa hecha. No tenían tiempo para probarse las meticulosas prendas cosidas por la señorita Chafino. Las viejas clientes de ésta murieron o se marcharon a otra ciudad, “donde el viento y el clima eran menos crueles”, pensaba la señorita Chafino. El miedo iba cerniéndose sobre la mujer como una cre­ciente marea. Las manos, que en otros tiempos bordaron ramilletes de lilas sobre las delicadas, etéreas y transparentes telas, se habían vuelto artríticas a causa del frío y del tosco trabajo con las gruesas telas y de aquel hilo que en ocasiones parecía alambre de púas.
Todo lo que ahora podía hacer eran zurcidos y, de vez en cuando, algún encargo para una tienda de ropas usadas.
El autobús llegó como era común, atestado, y la señorita Chafino tuvo que ir de pie, nadie le cedió el asiento; la mayoría de los pasajeros ni siquiera le dirigían una fugaz mirada; parecía que solo pensaban en llegar pronto a casa sin mostrar emoción alguna. No veía por ningún lado una sonrisa ni escuchaba alguna charla animada, el sórdido sonido del viento con sus frías ráfagas que entraban cuando el autobús paraba para bajar o subir pasaje, hacía que la gente solo torciera los labios con desagrado; hasta allí llegaba la tiranía del viento helado.
En la calle en que vivía, el frío había matado incluso el olor a ajo y a repollo. Pero el viento se­guía allí, haciendo volar los papeles, echándole a la cara humo y polvo, y tirando de su sombrero hasta que los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas de impotencia. Para llegar a su cuarto tuvo que subir dos tramos de escalera. El gato esperaba, hecho un ovillo, en medio de la cama. El animal saltó al suelo, estiró su flaco y lis­tado cuerpo y se encaminó hacia su dueña. Era la única criatura que aún la recibía como a una amiga. Gracias al gato, la señorita Chafino podía olvidar algunas veces su miedo atenazador. La confianza del animal en ella le daba un poquito de valor y determinación. Sin embargo, también temía por él. Había demasiadas personas que eran malas con los gatos, especialmente si éstos no eran de raza.
—¿Estaba solito el minino de mamá? — dijo, con sus agrietados labios —. Mamá va a encender un fuego y luego dará de comer a su gatito.
El bicho, como apreciando tan patética devoción, se frotó, runruneando, contra la vieja falda de la mujer.
La señorita Chafino, aún con guantes, puso en la vieja estufa unas astillas y unos preciosos trocitos de carbón y encendió un cerillo. El maldito viento llegó por la chimenea y apagó la llama, sembrando de cenizas el suelo y manchando los limpios zapatos de la mujer.
La señorita Chafino consiguió al fin encender un débil fuego. Sobre el fogón colocó un recipiente para preparar café. Mientras el agua se calentaba, la mujer se sentó en la mecedora de abombado asiento que había frente al fuego, con las piernas cómodamente extendidas y los brazos doblados contra el cuerpo para darse calor. El gato saltó a su regazo, dándole suaves cabezazos en la barbilla. La solterona, agradecida, le abrazó. El animal ponía una nota de vida en el desnudo cuarto. Era algo que le hacía olvidar un poco la creciente marea de su miedo: la renta, que se llevaba todo lo que ganaba en la tienda, lo que debía al tende­ro, las suelas de sus zapatos... El miedo siempre estaba allí. Atormentada por él, la anciana había estropeado una prenda en la  tienda de ropa vieja y casi perdido su día de trabajo. Al recordarlo, le invadía un frío que no era precisamente debido al viento.
El gato, sobre su falda, frotaba la suave nariz contra el rostro de la señorita Chafino, a la vez que emitía un sonido que era, a un tiempo, ronroneo y maullido. En un repentino arranque de ternura, la señorita lo atrajo hacia sí, y el animal la miró con aire presuntuoso. Sus ojos eran como pálidas lunas verdes con misteriosas manchas doradas.
La solterona se levantó y preparó café. Luego echó un poco de leche y parte del agua caliente en un platito, para el gato. De su bolso extrajo un hueso de chu­leta que había conseguido le diera una de sus compañe­ras de trabajo. El hueso aún tenía una tira de carne y de ella emanaba un fuerte olor a pimienta y a fritura. La mujer arrancó la carne, mirando, avergonzada, el desnudo cuarto. Luego comió lentamente, mientras lágrimas de autocompasión le llenaban los ojos. Después se aga­chó y colocó el hueso, al que aún estaba adherida la gra­sa, en el platito del gato. El animal dejó la leche y comenzó a roer el sebo mientras movía el rabo como muestra de satisfacción.
La señorita Chafino se quitó el sombrero y comenzó a beber el café. Tomó asiento y fue dando pequeños sorbos a la infusión, mientras contemplaba al gato, deleitándose con los graciosos movimientos del animal y con la maravilla de sus verdes y profundos ojos.
Cada vez hacía más viento. A medida que la oscuri­dad aumentaba, la habitación se enfriaba más y más.
La señorita Chafino se quitó la ropa de salir a la calle, fue a buscar su bata de franela y la puso a caldear junto al fuego. Calentó más agua y llenó con ella una botella para meterla entre las frías sábanas. En seguida, armada con el gato y la botella, y tras remover los carbones para que el fuego durase el mayor tiempo posible, se introdujo en la cama. El foco que había junto al mueble apenas daba la luz suficiente para leer la sensacional re­vista de historias amorosas que cada noche ayudaba a la solterona a olvidar sus problemas.
Horas más tarde se despertó. El viento, no conten­tándose con atormentarla de día, convirtiendo cada una de las horas de luz en un suplicio, tenía que desvelarla por la noche con el fin de devolverla a la miseria de que los sueños la libraban brevemente.
El aire rugía en torno a la chimenea y golpeaba las ventanas hasta hacerlas temblar en sus marcos. La que la señorita Chafino había pegado con un gran trozo de papel de goma parecía abombarse como si en cualquier momento fuera a reventar, llenando la habitación de cristales.
En el tejado algo se soltó y quedó allí, batiendo y sal­tando, haciendo imposible el sueño. El frío parecía algo tangible, que recorría la columna vertebral de la ancia­na, mordía su rostro y punzaba sus pies, donde la ya helada botella se burlaba de cualquier idea de comodi­dad. La mujer prendió la luz, como si eso pudiera calentarla. El gato se rebulló y comenzó a moverse nerviosamen­te por la cama.
De pronto se produjo una ráfaga de viento más fuer­te que las demás. Se oyó un fuerte ulular y la ventana rota saltó. El cristal penetró en la habitación como si fuera metralla. El gato brincó al suelo y, en medio del salto, fue alcanzado por una arista de vidrio. El animal lanzó un último maullido y cayó inerte. Sobre la amarilla alfombrilla, las manchas de sangre parecieron pétalos de rosa.
La señorita Chafino se levantó de entre las gruesas mantas. Tenía frío, pero el de ahora estaba producido por una insensata furia. Pasó entre los fragmentos de cristal y recogió el inerte cuerpo del animalito. Los maravillosos ojos verdes aparecían vidriados, y la sangre caía en cálidas gotas sobre los pies, enfundados en medias, de la mujer.
La señorita Chafino permaneció allí, inmóvil, durante mucho, mucho tiempo. Al fin dejó al gato en el suelo y dijo, con expresión ausente:
—Esto ya ha ido demasiado lejos.
Al menos, ahora ya sabía lo que debía hacer y, por consecuencia, se sentía tranquila. Se acercó a la cama, apartó las mantas, el abrigo que llevaba durante el día, la colcha que confeccionara con los retales del terciope­lo y la seda de sus días más felices. Tomó la sábana, inmensa y llena de remiendos, y se quedó mirándola pensativamente.
Todo era tan claro, tan sencillo, que la señorita Chafino se preguntó cómo no se le había ocurrido antes. Debía atrapar el viento y encerrarlo herméticamente dentro de algo, de forma que nunca pudiera escaparse, para asustar y dejar ateridas a pobres ancianas, mante­niéndolas despiertas y conscientes de su miseria, matando sus gatos... La mujer se puso los zapatos y, sin dirigir una sola mirada al animal muerto, abrió la puerta y co­menzó a bajar resueltamente las escaleras.
"¿Quién ha visto al viento?", cantó, con la atiplada voz de su niñez, mientras el aire la zarandeaba y trataba de arrebatarle la sábana.
—¡Ja, ja! —Rió la señorita Chafino, entre dientes, aferrando con más fuerza el enorme trozo de tela—. ¡Esta vez, no, querido amigo! ¡Esta vez, no!
"¿Quién ha visto al viento? ¿Adonde se va el aire? ¡Arriba, arriba, arriba! ¡Hasta llegar al cielo!
Miró hacia el campanario de la iglesia del barrio. Era el edificio más alto que había a la vista. Incluso en aquella noche brillaba como una arista reluciente. A su gato le había matado una arista. Ella mataría al viento.
A la torre de la iglesia se llegaba a través de una negra puertecita que había en la parte trasera. Tal como la señori­ta Chafino esperaba, no estaba cerrada. Sin un momento de vacilación, la solterona comenzó su decidido ascenso. Cada vez más arriba, subiendo escaleras, tropezan­do con la sábana, pisándose el borde del abrigo, dando traspiés, riéndose y volviendo a ascender, con el pelo alborotado flotandole enfrente del rostro con el seño fruncido, con la mirada perdida y con una chispa de desvarío en los pardos ojos. En el interior de la torre no había viento; pero aquello no la disuadió de su idea. El aire la estaba aguardando allá arriba... ¡y ella le aguardaría a él!
Al fin llegó al pequeño cuarto donde se encontraba la campana, una pequeña habitación cuadrada, con arcos cuadrados sin ningún adorno y con una pequeña terraza abierta por un lado. El viento estaba allí, tal como la anciana había esperado, rugiendo como un león. Pero la señorita Chafino ya no le tenía miedo, por Dios que ya le temía.
—¡Ahora veremos! —gritó, feliz—. ¡Ahora veremos!. Tenía que gritar con su aguda voz para escucharse a sí misma sobre el fuerte silbido del viento.
Sacudió la sábana. Como es lógico, el viento trató de arrebatársela; pero ella, diestramente, agarró las cuatro esquinas y salió a la pequeña terraza abierta. Allá abajo, las luces del barrio brillaban y parpadeaban. La señorita Chafino las miró plácidamente, como diciendo:
—¡Contémplenme! ¡Estoy dándole su merecido, de una vez para siempre, a este asqueroso viento!
Fue precisamente entonces cuando una ráfaga de aire la fustigó. Sopló furiosamente y ella la atrapó en la sábana, que se hinchó como una inmensa hogaza de pan en el horno. La anciana tuvo que dar unos pasos para apoderarse del viento; pero al fin lo tenía allí. ¡Se sentía tan feliz, que le pareció caminar por el aire!
Miró hacia abajo y pudo ver que las luces se preci­pitaban hacia ella. Antes de golpear en el suelo, la señorita Chafino pasó por un último momento aterrador... Un momento durante el cual, ella se dio cuenta que el viento había ganado... otra vez… como siempre lo hacía… porque el viento había estado siempre soplando en el mundo, antes de que se creara el hombre, y seguiría soplando con la misma fuerza después de que el hombre dejara de existir sobre la tierra...

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