Allí, a un costado de
los campos de futbol de dura tierra había un arroyo seco lleno de espinas que
pasaba debajo del puente de madera ennegrecida por el quemado aceite del tren y el constante ataque del sol y del clima extremoso de Chihuahua capital.
Si se iba el balón para aquella parte, seguro se ponchaba y, todavía
más allá, las vías del ferrocarril Ch-P que entraban a la vieja estación.
Al
otro costado, descampado, algunas malas yerbas y un árbol; un único árbol en
aquel solar; un árbol, por cierto, bastante miserable pero que daba algo de
sombra.
Después los dos campos de futbol pintados con cal, con porterías de
vieja madera de durmiente de vía de tren, el campo chico, el campo grande y el
campo principal.
Y ahí, debajo de ese
árbol, solía ubicarse El Viejo…
El Viejo había
aparecido por allí unos cuantos partidos atrás; casi al comienzo del
campeonato. Con su gastada gorra, el pantalón gris algo raído, la camisa que
alguna vez fué blanca, cerrada hasta el cuello sin importar el clima y la radio
portátil en la mano. Jubilado del ferrocarril, seguramente; no tendría nada que
hacer los sábados por la tarde y se acercaba a los campos a ver los partidos de
la famosa Liga Municipal de Futbol.
Los muchachos del
equipo pensaron primero que sería casualidad pero, al tercer sábado que lo
vimos bajo el árbol, ya pasamos a considerarlo fanaticada propia. Porque El Viejo bien podía ir a ver los otros partidos que se jugaban a la misma hora en
los campos de al lado; pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndonos a
nosotros. Era el único seguidor legítimo que teníamos, al margen de algunos
niños pequeños como el hijo de Norberto el dizque entrenador, los dos
hermanitos de Raúl Carrillo o el inquieto sobrino del Chato, que desembarcaban
en el predio con los mayores y corrían a meterse entre los mezquites apenas
bajaban de los carros.
— ¡Ojo con la vía del
tren! —alertaba siempre Raúl a los niños, en tanto se cambiaba y se ponía el “flamante” uniforme verde con amarillo que nos
patrocinaba la Farmacia “Los Ángeles”, ésa que todavía está
frente a la antigua Peni.
— No pasan trenes de
día, bueno, casi no pasan —tranquilizaba Norberto. Y era verdad, pasaba uno
cada nunca y metiendo mucho ruido y mucho humo, generalmente el movimiento de
la estación Ch-P era por la noche.
— Qué, ¿No vino hoy la
fanaticada?, ¿No vino la Porra Oficial? —ya preguntaban todos, al llegar
temprano buscando a El Viejo. — ¿No vino la Barra Brava? —y nos reíamos, buscando
disimuladamente a El Viejo en el árbol. Pero El Viejo no faltaba desde hacía
varios sábados. Firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento
en su postura erguida; la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula
con el audífono, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no
era amigo de ninguno de los muchachos.
— La esposa no lo debe
soportar en la casa y lo manda para acá —bromeaba alguien.
— Por ahí es amigo del
árbitro —dijo otro. Pero sabíamos que El Viejo simpatizaba con nosotros de
alguna manera, modestamente, porque lo habíamos visto aplaudir disimuladamente
tras la victoria, un par de partidos atrás, cuando le ganamos sudando y todo al
equipo Funerales La Paz, los
campeones defensores del torneo pasado.
Y allí, debajo del escuálido árbol, fui a tirarme un día que decidí dejarle mi lugar a alguien, al sentir
que no daba más por el calor de ese sol implacable. Era verano, ese horario
para jugar era una locura; casi las tres de la tarde, y El Viejo ahí, fiel, a
unos metros mirando el partido.
Levanté el brazo
pidiendo el cambio al árbitro; alguien entró al campo por mí y yo, casi con
desgano, aproveché para desperezarme y fui y me derrumbé a la sombra del árbol
y quedé bastante cerca de El Viejo, como nunca nadie lo había estado, porque El Viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
Pude apreciar,
entonces, que El Viejo tendría sus sesenta y tantos años, era flaquito,
bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba su radio con un audífono
en una mano y en la otra sostenía un cigarro con plácida distinción.
— ¿Está oyendo el
Estatal, maistro? Hoy juegan Los Dorados —medio le grité con la garganta
reseca, siempre recostado en el suelo cuando hube medio recuperado el aliento.
El Viejo giró para
mirarme. Negó con la cabeza y se quitó el audífono de la oreja.
— No —dijo sonriendo y
parecía que la cosa quedaba ahí. El Viejo volvió a mirar el partido, que estaba
áspero, muy peleado y empatado a cero goles.
— Escucho música —me
dijo, arrugando la nariz cuando el árbitro nos marcó un fuera de lugar
inexistente.
— Algún programa de
boleros, supongo —le dije entonces, probando más a El Viejo.
— Un concierto, hay un
buen programa de música clásica a esta hora en Radio Universidad —me
dijo.
Yo asentí, frunciendo
el entrecejo; pero ya tenía una buena anécdota para contarle a los muchachos y
la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Me levanté
resoplando, me bajé las gastadas y sucias calcetas y caminé despacio hasta
estar al lado de El Viejo.
— Pero le gusta el
futbol, por lo que veo —le dije y me senté a su lado en aquellas tablas que
bien hacían de improvisada banca.
El Viejo aprobó
enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba
y venía por el aire, golpeada y rabiosa.
— Lo he jugado y si me
gusta mucho y además, mi amigo, El FUTBOL
está muy emparentado con EL ARTE
–dictaminó después—. Muy pero muy emparentado con EL ARTE —dijo repitiéndolo con convencimiento.
Lo miré, curioso, con
mis ojos casi cerrados porque el inclemente sol me daba de frente. Sabía que
seguiría hablando, y esperé con interés.
— Mire usted a nuestro
portero, mi amigo —señaló efectivamente El Viejo con el dedo hacia el flaco de apellido
Palomino, que inmóvil estudiaba el partido desde su portería con el sol
pegándole fuerte; y luego añadió, describiendo la situación:
— Con una mano en la
frente, la otra en la cintura, la mirada fija en la distancia, todo un costado
de la camiseta cubierta de tierra; la continuidad de la nariz con la frente, la
expresión pectoral, la curvatura de los flacos muslos, la tensión en los
dorsales. —se quedó un momento en silencio, como para que yo apreciara aquello
que él me mostraba o para darme tiempo de que yo lo captara.
— Bueno mi amigo… Eso,
eso es LA ESCULTURA…—.
Yo adelanté la
mandíbula y abrí tremenda boca, oscilando la cabeza, aprobando dubitativo,
incrédulo, sorprendido.
– Vea usted, mi amigo —El Viejo señaló ahora hacia el arco contrario, adonde estaba por llegar el tiro de
esquina. —Vea usted el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, Verde Esmeralda con Amarillo
Cadmio y una veladura Naranja Eléctrico por el sudor. El contraste con el Azul de Prusia
de las camisetas rivales, el casi Violeta Cardenalicio que asume el Azul por la
transpiración, los vivos Blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles
Ocres, Pardas y Sepias y Siena de los muslos, vivaces, dignas de un Bacon, de
un Velázquez o de un Picasso. Entrecierre los ojos y aprécielos así…—.
— Bueno mi amigo… Eso,
eso es LA PINTURA…—.
Aún estaba yo con los
ojos entrecerrados tratando de apreciar eso cuando El Viejo arreció:
— Observe, observe
usted mi amigo esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el defensa nuestro. El
salto al unísono, el giro sincrónico en el aire, la voltereta elástica, el
braceo amplio en busca del precario equilibrio, las idas y venidas de los
jugadores, la férrea marcación en parejas y el continuo seguimiento al balón de
todos en conjunto…—.
— Bueno mi amigo… Eso,
eso es LA DANZA…—.
Yo procuraba estimular
mis sentidos para ponerlos a la altura de El Viejo, pero solo veía que los
rivales se venían todos, porfiados; y que la pelota no se alejaba de nuestra
área, a duras penas defendida por Palomino.
— Y escuche usted,
escuche bien usted mi amigo… —lo acicateó El Viejo, adelantando la cabeza, curvando con una
mano el pabellón de la misma oreja donde hace solo un momento había tenido el
audífono de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un
interlocutor válido.
— Escuche, escuche
usted la percusión grave del balón cuando bota contra el piso, el chasquido de
la suela de los tacos sobre el ralo suelo de tierra, el fuelle quedo de la
respiración agitada, el coro disparejo de los gritos, las órdenes, los alertas,
los esporádicos aplausos, las subidas y bajadas de las voces, los floridos
insultos de los muchachos y el agudo pitazo del árbitro…—.
— Bueno mi amigo… Eso,
eso es -LA MUSICA…—.
Yo aprobé con la
cabeza, aunque no podía conscientemente cerrar aún la boca. Los muchachos no
iban a creerme cuando les contara aquella charla con El Viejo; se los iba a
platicar cuando terminara el partido, si es que les quedaba algo de ánimo,
porque la derrota se cernía sobre nosotros como una ave oscura e implacable,
como casi cada sábado.
— Y vea usted a ese
delantero rival…—señaló ahora El Viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más
que alterado.
— Vea usted ese
delantero de ellos que acaba de caer en nuestra área, que se revuelca por el
suelo como si lo hubiera picado una enorme tarántula, mesándose exageradamente
los hirsutos cabellos, distorsionando el flaco rostro, maquillado por la mezcla
de sudor y tierra, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente
justicia divina al árbitro…
— Bueno mi amigo… Eso,
eso es EL TEATRO…
Yo me tomé de los
pelos, asombrado aún sin poder todavía cerrar mi bocota… de pronto El Viejo explotó:
— Por cierto, ¿Qué
cobró el árbitro?, ¿Qué fue lo que pitó? —balbuceó el Viejo, de nuevo parándose
de un salto, en un indignado y violento gesto impetuoso.
— ¿Cobró penalty?
—abrió los ojos El Viejo, incrédulo. Luego dio un paso al frente metiéndose
apenas al campo.
— ¿Qué cobras? ¡¡¡Mugreroso árbitro ciego de los ojos!!!, ¡¡¡Vil árbitro maleta!!! ¿Qué cobras inútil? ¡¡¡Babuleco!!! ¡¡¡Ya nos desgraciastes, Tú, árbitro Bueno para Nada!!!...
Yo lo miré, atónito,
boquiabierto, asombrado. Ante aquel grito de El Viejo parecía yo haberme
olvidado, repentinamente, del penalty injusto, de la derrota inminente y del
mismo calor del pesado ambiente. El Viejo estaba lívido mirando al área, las
manos en el rostro, la gorra azotada en el suelo, las piernas separadas, en
medio de una tenue nubecilla de polvo provocada por el pataleo sobre el reseco
terreno de tierra... Pero enseguida se volvió hacia mí, como tratando de
recomponerse del exabrupto, algo confuso, más incómodo, muy apenado…
— ¿Y eso?... ¿Y eso
que fue, maistro? —me atreví a preguntarle a El Viejo, con toda mi
expresión de asombro, la cara y el pelo manchado del reseco polvo que aquella
explosión levantó en tan solo un instante.
Me miró El Viejo, poniéndose
y acomodándose la gastada gorra, tratando de limpiarse las ropas con leves
golpes de las manos y con una media sonrisa en el rostro, en medio de una
amarillenta nube de tierra revolcada...
—
Eso, mi amigo, eso es también UN ARTE, eso es EL FUTBOL, EL
ARTE DEL FUTBOL…—.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario