martes, 18 de enero de 2011

El Viejo en el Árbol, o el Arte en el Futbol… (bendito Fontanarrosa)


Allí, a un costado de los campos de futbol de dura tierra había un arroyo seco lleno de espinas que pasaba debajo del puente de madera ennegrecida por el quemado aceite del tren y el constante ataque del sol y del clima extremoso de Chihuahua capital. 
Si se iba el balón para aquella parte, seguro se ponchaba y, todavía más allá, las vías del ferrocarril Ch-P que entraban a la vieja estación. 
Al otro costado, descampado, algunas malas yerbas y un árbol; un único árbol en aquel solar; un árbol, por cierto, bastante miserable pero que daba algo de sombra. 
Después los dos campos de futbol pintados con cal, con porterías de vieja madera de durmiente de vía de tren, el campo chico, el campo grande y el campo principal.
Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse El Viejo
El Viejo había aparecido por allí unos cuantos partidos atrás; casi al comienzo del campeonato. Con su gastada gorra, el pantalón gris algo raído, la camisa que alguna vez fué blanca, cerrada hasta el cuello sin importar el clima y la radio portátil en la mano. Jubilado del ferrocarril, seguramente; no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba a los campos a ver los partidos de la famosa Liga Municipal de Futbol.
Los muchachos del equipo pensaron primero que sería casualidad pero, al tercer sábado que lo vimos bajo el árbol, ya pasamos a considerarlo fanaticada propia. Porque El Viejo bien podía ir a ver los otros partidos que se jugaban a la misma hora en los campos de al lado; pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndonos a nosotros. Era el único seguidor legítimo que teníamos, al margen de algunos niños pequeños como el hijo de Norberto el dizque entrenador, los dos hermanitos de Raúl Carrillo o el inquieto sobrino del Chato, que desembarcaban en el predio con los mayores y corrían a meterse entre los mezquites apenas bajaban de los carros.
¡Ojo con la vía del tren! —alertaba siempre Raúl a los niños, en tanto se cambiaba y se ponía el “flamante” uniforme verde con amarillo que nos patrocinaba la FarmaciaLos Ángeles”, ésa que todavía está frente a la antigua Peni.
No pasan trenes de día, bueno, casi no pasan —tranquilizaba Norberto. Y era verdad, pasaba uno cada nunca y metiendo mucho ruido y mucho humo, generalmente el movimiento de la estación Ch-P era por la noche.
Qué, ¿No vino hoy la fanaticada?, ¿No vino la Porra Oficial? —ya preguntaban todos, al llegar temprano buscando a El Viejo. — ¿No vino la Barra Brava? —y nos reíamos, buscando disimuladamente a El Viejo en el árbol. Pero El Viejo no faltaba desde hacía varios sábados. Firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida; la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula con el audífono, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
La esposa no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá —bromeaba alguien.
Por ahí es amigo del árbitro —dijo otro. Pero sabíamos que El Viejo simpatizaba con nosotros de alguna manera, modestamente, porque lo habíamos visto aplaudir disimuladamente tras la victoria, un par de partidos atrás, cuando le ganamos sudando y todo al equipo Funerales La Paz, los campeones defensores del torneo pasado.

Y allí, debajo del escuálido árbol, fui a tirarme un día que decidí dejarle mi lugar a alguien, al sentir que no daba más por el calor de ese sol implacable. Era verano, ese horario para jugar era una locura; casi las tres de la tarde, y El Viejo ahí, fiel, a unos metros mirando el partido.
Levanté el brazo pidiendo el cambio al árbitro; alguien entró al campo por mí y yo, casi con desgano, aproveché para desperezarme y fui y me derrumbé a la sombra del árbol y quedé bastante cerca de El Viejo, como nunca nadie lo había estado, porque El Viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo. 
Pude apreciar, entonces, que  El Viejo tendría sus sesenta y tantos años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba su radio con un audífono en una mano y en la otra sostenía un cigarro con plácida distinción.
— ¿Está oyendo el Estatal, maistro? Hoy juegan Los Dorados —medio le grité con la garganta reseca, siempre recostado en el suelo cuando hube medio recuperado el aliento.
El Viejo giró para mirarme. Negó con la cabeza y se quitó el audífono de la oreja.
No —dijo sonriendo y parecía que la cosa quedaba ahí. El Viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero, muy peleado y empatado a cero goles.
Escucho música —me dijo, arrugando la nariz cuando el árbitro nos marcó un fuera de lugar inexistente.
Algún programa de boleros, supongo —le dije entonces, probando más a El Viejo.
Un concierto, hay un buen programa de música clásica a esta hora en Radio Universidad —me dijo.
Yo asentí, frunciendo el entrecejo; pero ya tenía una buena anécdota para contarle a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Me levanté resoplando, me bajé las gastadas y sucias calcetas y caminé despacio hasta estar al lado de El Viejo.
Pero le gusta el futbol, por lo que veo —le dije y me senté a su lado en aquellas tablas que bien hacían de improvisada banca.
El Viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, golpeada y rabiosa.
Lo he jugado y si me gusta mucho y además, mi amigo, El FUTBOL está muy emparentado con EL ARTE –dictaminó después—. Muy pero muy emparentado con EL ARTE —dijo repitiéndolo con convencimiento.
Lo miré, curioso, con mis ojos casi cerrados porque el inclemente sol me daba de frente. Sabía que seguiría hablando, y esperé con interés.
Mire usted a nuestro portero, mi amigo —señaló efectivamente El Viejo con el dedo hacia el flaco de apellido Palomino, que inmóvil estudiaba el partido desde su portería con el sol pegándole fuerte; y luego añadió, describiendo la situación:
Con una mano en la frente, la otra en la cintura, la mirada fija en la distancia, todo un costado de la camiseta cubierta de tierra; la continuidad de la nariz con la frente, la expresión pectoral, la curvatura de los flacos muslos, la tensión en los dorsales. —se quedó un momento en silencio, como para que yo apreciara aquello que él me mostraba o para darme tiempo de que yo lo captara.
Bueno mi amigo… Eso, eso es LA ESCULTURA…—.
Yo adelanté la mandíbula y abrí tremenda boca, oscilando la cabeza, aprobando dubitativo, incrédulo, sorprendido.
Vea usted, mi amigoEl Viejo señaló ahora hacia el arco contrario, adonde estaba por llegar el tiro de esquina. —Vea usted el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, Verde Esmeralda con Amarillo Cadmio y una veladura Naranja Eléctrico por el sudor. El contraste con el Azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi Violeta Cardenalicio que asume el Azul por la transpiración, los vivos Blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles Ocres, Pardas y Sepias y Siena de los muslos, vivaces, dignas de un Bacon, de un Velázquez o de un Picasso. Entrecierre los ojos y aprécielos así…—.
Bueno mi amigoEso, eso es LA PINTURA…—.
Aún estaba yo con los ojos entrecerrados tratando de apreciar eso cuando El Viejo arreció:
Observe, observe usted mi amigo esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el defensa nuestro. El salto al unísono, el giro sincrónico en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del precario equilibrio, las idas y venidas de los jugadores, la férrea marcación en parejas y el continuo seguimiento al balón de todos en conjunto…—.
Bueno mi amigoEso, eso es LA DANZA…—.
Yo procuraba estimular mis sentidos para ponerlos a la altura de El Viejo, pero solo veía que los rivales se venían todos, porfiados; y que la pelota no se alejaba de nuestra área, a duras penas defendida por Palomino.
Y escuche usted, escuche bien usted mi amigo… —lo acicateó El Viejo, adelantando la cabeza, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde hace solo un momento había tenido el audífono de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido.
Escuche, escuche usted la percusión grave del balón cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los tacos sobre el ralo suelo de tierra, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro disparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los esporádicos aplausos, las subidas y bajadas de las voces, los floridos insultos de los muchachos y el agudo pitazo del árbitro…—.
Bueno mi amigoEso, eso es -LA MUSICA…—.
Yo aprobé con la cabeza, aunque no podía conscientemente cerrar aún la boca. Los muchachos no iban a creerme cuando les contara aquella charla con El Viejo; se los iba a platicar cuando terminara el partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre nosotros como una ave oscura e implacable, como casi cada sábado.
Y vea usted a ese delantero rival…—señaló ahora El Viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más que alterado.
Vea usted ese delantero de ellos que acaba de caer en nuestra área, que se revuelca por el suelo como si lo hubiera picado una enorme tarántula, mesándose exageradamente los hirsutos cabellos, distorsionando el flaco rostro, maquillado por la mezcla de sudor y tierra, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia divina al árbitro
Bueno mi amigo… Eso, eso es EL TEATRO
Yo me tomé de los pelos, asombrado aún sin poder todavía cerrar mi bocota… de pronto El Viejo explotó:
Por cierto, ¿Qué cobró el árbitro?, ¿Qué fue lo que pitó? —balbuceó el Viejo, de nuevo parándose de un salto, en un indignado y violento gesto impetuoso.
— ¿Cobró penalty? —abrió los ojos El Viejo, incrédulo. Luego dio un paso al frente metiéndose apenas al campo.
¿Qué cobras? ¡¡¡Mugreroso árbitro ciego de los ojos!!!, ¡¡¡Vil árbitro maleta!!! ¿Qué cobras inútil? ¡¡¡Babuleco!!! ¡¡¡Ya nos desgraciastes, Tú, árbitro Bueno para Nada!!!...
Yo lo miré, atónito, boquiabierto, asombrado. Ante aquel grito de El Viejo parecía yo haberme olvidado, repentinamente, del penalty injusto, de la derrota inminente y del mismo calor del pesado ambiente. El Viejo estaba lívido mirando al área, las manos en el rostro, la gorra azotada en el suelo, las piernas separadas, en medio de una tenue nubecilla de polvo provocada por el pataleo sobre el reseco terreno de tierra... Pero enseguida se volvió hacia mí, como tratando de recomponerse del exabrupto, algo confuso, más incómodo, muy apenado…
— ¿Y eso?... ¿Y eso que fue, maistro? —me atreví a preguntarle a El Viejo, con toda mi expresión de asombro, la cara y el pelo manchado del reseco polvo que aquella explosión levantó en tan solo un instante.
Me miró El Viejo, poniéndose y acomodándose la gastada gorra, tratando de limpiarse las ropas con leves golpes de las manos y con una media sonrisa en el rostro, en medio de una amarillenta nube de tierra revolcada...
Eso, mi amigo, eso es también UN ARTE, eso es EL FUTBOL, EL ARTE DEL FUTBOL…—.

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