“El Chistoso” (Jokester,
1956)
Noel Meyerhof consultó la lista que había
preparado y escogió el asunto que iba a ser tratado primero. Como de costumbre,
confiaba sobre todo en su intuición.
Aparecía empequeñecido por la máquina a la que
se enfrentaba, aunque sólo tuviera a la vista una mínima porción de ésta. Sin
embargo, no le importaba. Hablaba con la confianza sin cumplidos de quien se
sabe enteramente el amo.
—Johnson
regresó de modo inesperado a casa tras un viaje de negocios —dijo—, hallando a su mujer en brazos de su mejor
amigo. Se tambaleó dando un paso atrás y exclamó: «¡Max! Yo estoy casado con ella y tengo esa obligación. ¿Pero por qué
tú...?»
Meyerhof pensó: «Muy bien. Dejemos ahora que le baje hasta las tripas y que lo digiera
un poco».
Sonó una voz detrás de él:
—¡Eh!
Meyerhof borró el sonido de este monosílabo y
puso en punto neutro el circuito que había utilizado. Giró en redondo y
protestó:
—Estoy
trabajando. ¿No suele llamar a la puerta?
No sonrió como acostumbraba al saludar a
Timothy Whistler, un veterano analista al que trataba con tanta asiduidad como
a cualquiera. Arrugó el entrecejo como lo habría hecho al ser interrumpido por
un extraño, frunciendo su flaco rostro en una mueca que lo dejó más arrugado
que nunca y que pareció extenderse hasta su pelo.
Whistler se encogió de hombros. Vestía su bata
blanca y llevaba las manos apretadas en los bolsillos, formando en ellos unas
marcadas líneas verticales.
—Llamé,
pero no me contestó. La luz roja no estaba encendida.
Meyerhof gruñó distraído. Había estado
pensando demasiado intensamente en su nuevo proyecto y olvidaba los pequeños
detalles.
Y sin embargo, apenas podía reprochárselo. El
asunto era importante.
No sabía por qué, desde luego. Los
Grandes Maestros raras veces lo sabían. Y precisamente eso, el hecho de
estar más allá de la razón, les convertía en Grandes Maestros. ¿Cómo
si no podía mantenerse la mente humana frente a aquella masa de solidificada
razón de dieciséis kilómetros de longitud, a la que los hombres llamaban Multivac, el más complejo ordenador
jamás construido?
—Estoy
trabajando —insistió—. ¿Qué le trae
por aquí? ¿Algo importante?
—Nada
que no pueda ser aplazado. Hay unos cuantos baches en la respuesta sobre el
hiperespacio... —En ese momento, Whistler pareció captar el ambiente, y su
cara tomó una deplorable expresión de incertidumbre—. ¿Trabajando, dice?
—Sí. ¿Qué hay de raro en eso?
—Pero...
—Whistler miró a su alrededor, fijando la vista en las ranuras de la angosta
habitación que comunicaba con los bancos y más bancos de relés que formaban una
pequeña parte de Multivac—. No veo por aquí a nadie ocupado en eso.
—¿Quién
dijo que había alguien o que debería haberlo?
—Estaba
contando uno de sus chistes, ¿no es eso?
—Sí, ¿y
qué?
Whistler forzó una sonrisa:
—¿No irá
a decirme que le estaba contando un chiste a Multivac?
—¿Y por
qué no? —replicó Meyerhof, engallándose.
—¿De
modo que efectivamente estaba haciéndolo?
—Pues sí.
—¿Y por
qué?
Los ojos de Meyerhof midieron al otro de arriba
abajo.
—No
tengo por qué darle explicaciones. Ni a usted ni a nadie.
—¡Cielo
santo, desde luego que no! Sentí
curiosidad, eso es todo... Bueno, puesto que trabaja, le dejo...
Y lanzó una ojeada en derredor, frunciendo de
nuevo el entrecejo.
—Me parece
muy bien —asintió Meyerhof.
Se quedó mirando a Whistler mientras éste se
retiraba. Luego, activó la señal de operaciones con un violento apretón de su
dedo.
Comenzó a pasear de un extremo a otro de la
habitación, tratando de recuperar la calma. ¡Maldito Whistler! ¡Malditos todos
ellos! Sólo porque no se preocupaba de mantener a raya, a la debida distancia
social, a todos aquellos técnicos, analistas y mecánicos, porque los trataba
como si fueran también artistas creadores, se permitían tomarse aquellas libertades...
«Ni siquiera
saben contar chistes como es debido», pensó ceñudo.
Este pensamiento le volvió instantáneamente a
su labor. Se sentó de nuevo. ¡Que el diablo se los llevase a todos!
Puso en funcionamiento el apropiado circuito
de Multivac y comenzó:
—Durante
una travesía en extremo ruda, el camarero de un trasatlántico se detuvo en la
pasarela y miró compasivo al hombre que se aferraba a la barandilla, con la
mirada posada fijamente en las profundidades, clara muestra de los estragos del
mareo. Con toda amabilidad, el camarero dio una palmadita en la espalda del
hombre: «¡Ánimo, señor! -le dijo-
Ya sé que la sensación es más que
desagradable, pero tenga en cuenta que nadie ha muerto nunca de mareo». El
afligido caballero alzó la verdosa y torturada faz hacia su consolador y jadeó
con ronco acento: «¡No diga eso, hombre,
por Dios! Es sólo la esperanza de
morir lo que me mantiene con vida...»
Pese a hallarse un tanto preocupado, Timothy
Whistler sonrió y dirigió un ademán con la cabeza a la secretaria cuando pasó
ante su mesa. Ella le devolvió la sonrisa.
Una secretaria humana, pensó él, suponía un
elemento arcaico en el mundo de ordenadores electrónicos del siglo XXI. Mas tal
vez fuese natural que esa institución sobreviviese en la propia ciudadela de la
electrónica, en la gigantesca corporación mundial que manipulaba a Multivac.
Whistler penetró en el despacho de Abram
Trask. El representante del gobierno se hallaba en aquel instante descansando,
entregado a la cuidadosa tarea de encender una pipa. Sus oscuros ojos
relampaguearon en dirección a Whistler, y su afilada nariz se destacó
prominente contra el rectángulo de la ventana situada tras él.
—¡Ah,
vaya, Whistler! Siéntese. Siéntese.
Whistler se sentó, diciendo a continuación:
—Creo
que nos enfrentamos a un problema, Trask.
Trask esbozó una media sonrisa.
—Espero
que no se trate de nada técnico. No soy más que un inocente político.
Era una de sus frases favoritas.
—Concierne
a Meyerhof.
Trask tomó asiento al instante, con clara
expresión de desamparo.
—¿Está
usted seguro?
—Razonablemente
seguro.
Whistler comprendía muy bien la súbita
infelicidad de su interlocutor. Trask era el representante del gobierno
encargado de la División de Ordenadores y Automación del Ministerio del
Interior. Se esperaba que supiera desenvolverse en las cuestiones de política
que implicaban a los satélites humanos de Multivac,
de la misma manera que aquellos satélites técnicos habían de ocuparse del
propio Multivac.
Pero un Gran Maestro era algo más que un
satélite. Incluso más que un simple humano.
En la historia de Multivac, se había hecho muy pronto evidente que los atascos se
debían a una simple cuestión de procedimiento. Multivac podía responder a los problemas de la humanidad, a todos
los problemas, siempre que... se le formulasen preguntas con sentido. Pero al
irse acumulando los conocimientos a una celeridad creciente, se hacía también
cada vez más difícil localizar esas preguntas con sentido.
La razón sola no lo conseguía. Se necesitaba
un tipo raro de intuición, la misma facultad mental -sólo que muy
intensificada- que convertía a un hombre en un Gran Maestro del ajedrez.
Se precisaba un cerebro capaz de abrirse paso a través de los cuatrillones de
jugadas del ajedrez hasta hallar el mejor movimiento. Y hallarlo en cuestión de
minutos.
Trask se agitó inquieto en su butaca.
—¿Qué ha
hecho ahora Meyerhof? —preguntó.
—Se ha
introducido por una línea de investigación que estimo perturbadora.
—¡Vamos,
Whistler! ¿Eso es todo? No se puede impedir a un Gran Maestro que siga la línea de
investigación que le parezca. Ni usted ni yo nos hallamos lo bastante
capacitados para juzgar el valor de sus preguntas. Lo sabe usted muy bien. Y yo
sé que lo sabe.
—Lo sé,
desde luego, pero también conozco a Meyerhof. ¿Lo ha tratado usted alguna vez socialmente?
—¡Cielos,
no! ¿Trata alguien a un Gran Maestro socialmente?
—No adopte
esa actitud, Trask. Al fin y al cabo, son humanos y dignos de compasión. ¿Ha pensado alguna vez en lo que supone ser
un Gran Maestro? ¿Saber que únicamente existen una docena de
personas iguales a ti en el mundo, que sólo nacen una o dos por generación, que
el mundo depende de ti, que un millar de matemáticos, lógicos, psicológicos y
físicos confían en ti?
Trask se encogió de hombros y murmuró:
—Yo me
sentiría el rey del mundo...
—No lo
creo —replicó el analista con impaciencia—. Ellos no se sienten reyes de nada. No tienen a nadie con quien hablar,
ninguna sensación de ser queridos. Escuche, Meyerhof no desperdicia nunca una
oportunidad de reunirse con los muchachos. No está casado, claro. No bebe. No
posee una naturaleza sociable... Sin embargo, se obliga a sí mismo a buscar
compañía, porque la necesita. ¿Y sabe
qué hace cuando sale con nosotros, cosa que sucede al menos una vez por semana?
—No
tengo la menor idea —dijo el funcionario del gobierno—. Todo esto resulta nuevo para mí.
—Pues es
un chistoso.
—¿Cómo?
—Se
dedica a contar chistes. Buenos, por cierto. Es magnífico en ese aspecto. Toma
una historieta, por muy vieja y tonta que sea, le da la vuelta de tal modo que
hace gracia. Se debe a la forma en que lo cuenta. Tiene talento.
—Ya veo.
Bueno, eso está bien.
—O mal.
Esos chistes son importantes para él. —Whistler apoyó ambos codos sobre la
mesa de Trask, se mordió la uña de uno de los pulgares y miró fijamente al
vacío—. Es diferente y lo sabe. Esos
chistes significan para él el único medio de que le aceptemos el resto de
nosotros, los seres vulgares. Nos reímos, nos destornillamos al escucharlos, le
palmoteamos la espalda y hasta olvidamos que se trata de un Gran Maestro. Es su único punto de
contacto con nosotros.
—Muy
interesante. No sabía que fuese usted tan buen psicólogo. Pero veamos, ¿a dónde quiere llegar?
—Justamente
a esto: ¿qué supone que sucederá si
Meyerhof se pasa de rosca?
—¿Qué
quiere decir? —dijo el funcionario del gobierno, mirándole con rostro
inexpresivo.
—Si
comienza a repetirse. Si su auditorio ríe con menos ganas o incluso deja por
completo de reír... Carece de otro medio para ganarse nuestra aprobación. Si lo
pierde, se quedará solo. ¿Y qué
sucedería entonces? Después de todo,
Trask, forma parte de esa docena de hombres de los que no puede prescindir la
humanidad. No podemos permitir que le suceda nada. Y no me refiero sólo a
problemas físicos. No hemos de permitir siquiera que se sienta demasiado
infeliz. ¿Quién sabe hasta qué punto
afectaría eso su intuición?
—¿Y bien?
¿Ha empezado ya a repetirse?
—No que
yo sepa, hasta la fecha, pero me parece que él piensa que sí.
—¿Por
qué dice eso?
—Porque
he oído cómo le contaba chistes a Multivac.
—¡No,
por favor!
—Fue de
manera puramente accidental. Entré en su despacho y me echó de inmediato. Hasta
se mostró violento. Por lo general, suele estar de buen talante, y considero
muy mala señal que se alterase tanto por mi intrusión. De todas formas,
subsiste el hecho de que le estaba contando un chiste a Multivac. Y tengo bastantes motivos para creer que ese chiste era uno más en
una serie.
—¿Pero
por qué?
Whistler se encogió de hombros y se restregó
furiosamente el mentón con la mano.
—Me he hecho
una idea sobre el particular. Creo que intenta crear un almacén de chistes en
los bancos de memoria de Multivac, a fin de obtener nuevas variaciones. ¿Ve usted adónde quiero ir a parar? Planea un creador mecánico de chistes, con
objeto de disponer de un número infinito de ellos, sin temor a que se le agoten
nunca.
—¡Santo
Dios!
—Desde
un punto de vista objetivo, tal vez no haya nada malo en ello, pero considero
una señal deplorable que un Gran Maestro
empiece a servirse de Multivac para resolver sus problemas personales. En
todo Gran Maestro se da un cierto
grado de inestabilidad mental y ha de ser vigilado. Meyerhof puede estar
aproximándose a la línea traspasada la cual perderíamos a un Gran Maestro.
—¿Y qué
me sugiere que haga? —preguntó un tanto confuso Trask.
—Asegurarse
de si acierto. Tal vez me encuentre demasiado próximo a él para juzgarle bien,
y por lo demás juzgar a los seres humanos no entra en mis talentos
particulares. Usted es un político y en consecuencia está más capacitado para
eso.
—Para
juzgar a los humanos quizá, pero no a los Grandes
Maestros.
—También
son humanos. Además, ¿qué otro podría
hacerlo?
Los dedos de Trask tamborilearon en rápido
redoble sobre la mesa.
—Supongo
que no me queda más remedio —suspiró.
Meyerhof dijo a Multivac:
—El
ardiente enamorado, que recogía un ramo de flores silvestres para su amada,
quedó desconcertado al toparse de pronto en la misma pradera con un gran toro
con cara de pocos amigos, el cual, mirándole con fijeza, escarbó el suelo de
modo amenazador. El joven, divisando a un campesino al otro lado de la distante
valla, gritó: «¡Eh! ¿Es seguro este toro?» El campesino examinó la situación con ojo
crítico, escupió de lado y respondió también a voces: «Como seguro, lo está». Y
luego de volver a escupir, añadió: «Ahora,
yo no diría lo mismo de ti».
Estaba a punto de pasar al siguiente, cuando
le llegó el requerimiento.
En realidad, no era un verdadero
requerimiento, pues nadie gozaba del privilegio de emplazar a un Gran
Maestro, sino un simple mensaje en que el director de la División,
Trask, le anunciaba que tendría sumo gusto en ver al Gran Maestro Meyerhof,
caso de que Meyerhof quisiera dedicarle algún tiempo.
Meyerhof hubiera podido tirar impunemente el
mensaje y proseguir con su ocupación. No estaba sometido a ninguna disciplina.
Por otra parte, de hacerlo así, continuarían
molestándole... Con todo respeto, claro, pero continuarían molestándole.
Así pues, neutralizó los circuitos pertinentes
de Multivac, colocó el letrero de «ausente» en la puerta de su despacho, de
manera que nadie se atreviera a entrar en él, y se dirigió al de Trask.
Trask tosió, un tanto intimidado por la hosca
fiereza de la mirada del otro. Luego dijo:
—No
habíamos tenido ocasión de conocernos antes, Gran Maestro, y créame que bien a mi pesar.
—Siempre
le he mantenido informado —respondió Meyerhof con rigidez.
Trask se preguntaba qué habría tras aquellos
ojos vehementes y de aguda inteligencia. Le resultaba difícil imaginarse a
Meyerhof, con su magro rostro, su negro y lacio pelo y su aire profundo,
relajándose lo bastante como para contar historietas divertidas.
—Los
informes no presuponen un trato social. Yo... Me ha parecido comprender que
posee usted un caudal maravilloso de anécdotas.
—¿Se
refiere a que soy un chistoso? Ésa es
la palabra que la gente suele emplear. Un chistoso.
—No
emplearon esa palabra conmigo, Gran
Maestro. Dijeron...
—¡Al
diablo con ellos! No me importa un
comino lo que dijeran. Escuche, Trask, ¿quiere
oír un chiste?
Se inclinó hacia delante sobre la mesa y
entornó los ojos.
—¡No
faltaba más! Desde luego —asintió
Trask, esforzándose por parecer campechano.
—Muy
bien, allá vamos. La señora Jones miró el ticket que había surgido de la
báscula en respuesta a la moneda que su marido había introducido en la ranura y
comentó: «George, aquí dice que eres
amable, inteligente, sagaz, laborioso y atractivo para las mujeres». Volvió
el ticket del otro lado y añadió: «Y para
colmo, se ha equivocado también en tu peso...»
Trask rió, incapaz de resistirse. Aunque el
golpe era predecible, la sorprendente facilidad con que Meyerhof había remedado
el tono de desdén en la voz de la mujer, y la maña con que había retorcido los
rasgos de su cara para acoplarlos a aquel tono, hicieron que el político
lanzara una irreprimible carcajada.
—¿Por
qué lo encuentra divertido? —preguntó Meyerhof secamente.
Trask se contuvo.
—¡Discúlpeme!
—Le he
preguntado por qué lo encuentra divertido. ¿Qué es lo que ha motivado su risa?
—Bueno...
—manifestó Trask, intentando razonar—. La
última parte sitúa bajo una nueva luz todo cuanto precede. Lo inesperado...
—Acabo
de pintar a un marido humillado por su mujer —le atajó Meyerhof—, un matrimonio que es un verdadero fracaso,
puesto que la mujer está convencida de la falta de toda virtud en su marido.
Sin embargo, usted se rió. ¿Lo
hallaría tan cómico de ser usted el marido?
Esperó un momento, pensativo. Luego prosiguió:
—Escuche
este otro, Trask. Abner, sentado junto al lecho de su mujer, gravemente
enferma, lloraba desconsolado, cuando su esposa, haciendo acopio del resto de
sus fuerzas, se incorporo sobre un codo. «Abner -murmuró-. Abner, no
puedo presentarme ante el Creador sin confesarte mi culpa.» «Ahora no -murmuró a su vez el afectado
marido-. Ahora no, querida. Anda,
tiéndete y descansa.» «No puedo
-replicó ella llorosa-. Debo contarlo. De
lo contrario, mi alma no descansará nunca en paz. Te he sido infiel, Abner. En
esta misma casa, no hace ni un mes...» «¡Calla, calla, querida! -la tranquilizó Abner-. Lo sé todo. ¿Por qué si no te
habría envenenado?»
Trask intentó desesperadamente mantener la
ecuanimidad, pero no logró ahogar su risa por entero.
—¿De
modo que también le divierte? —dijo Meyerhof—. Adulterio, asesinato... Todo muy divertido.
—Bueno,
ya sabe que se han escrito libros analizando el humor...
—Cierto,
y he leído buen número de ellos. Más aún, le he leído la mayoría a Multivac. Sin embargo, los autores de esos libros se limitan a sospechar y
conjeturar. Algunos afirman que reímos por sentirnos superiores a los seres
implicados en el chiste. Otros, que se debe a que uno advierte de pronto la
incongruencia, o siente un repentino alivio de la tensión, o reinterpreta de
manera imprevista los acontecimientos. ¿Se
incluye en todo eso una simple razón? Personas
distintas ríen de chistes diferentes. No existe el chiste universal. Y hay
seres que no se ríen de ninguno. Sin embargo, hay algo quizá más importante: el
hombre es el único animal con verdadero sentido del humor, el único animal que
ríe.
—Ya
comprendo —dijo de pronto Trask—. Está
usted intentando analizar el humor. Por eso transmite a Multivac una serie de chistes.
—¿Quien
le dijo que lo estaba haciendo...? Olvídelo,
fue Whistler. Ahora lo recuerdo. Me sorprendió ocupado en esa tarea. ¿Y qué hay con eso?
—Nada en
absoluto.
—Supongo
que no discutirá mi derecho a añadir cuanto desee al caudal general de
conocimientos de Multivac o a formularle cualquier pregunta que desee...
—No, no,
de ninguna manera —se apresuró a negar Trask—. A decir verdad, no me cabe duda alguna de que con ello abrirá el camino
a nuevos análisis, de gran interés para los psicólogos.
—¡Humm!
Tal vez. Hay otra cosa que me importuna,
algo más importante que el análisis general del humor. Una pregunta específica
que deseo hacer. Dos, en realidad.
—¿Ah, sí?
¿En qué consisten?
Trask se preguntó si el otro accedería a
responder. No había medio alguno para forzarle en caso de que no lo deseara.
Pero Meyerhof le explicó:
—La
primera pregunta es la siguiente: ¿de
dónde proceden todos esos chistes?
—¿Cómo?
—Sí,
¿quién los compone? Escuche, hace cosa de un mes, me pasé toda
una velada intercambiando chistes. Como de costumbre, yo conté la mayoría de
ellos, y también como de costumbre los tontos se rieron. Acaso pensaban en
efecto que tenían gracia o tal vez deseaban animarme. En todo caso, un
individuo se tomó la libertad de darme una palmada en la espalda, asegurando:
«Meyerhof, sabe usted diez veces más
chistes que ninguno de mis conocidos». Creo
que decía la verdad, pero sus palabras suscitaron en mí un pensamiento. No sé
cuántos cientos o acaso miles de chistes habré contado en una u otra época de
mi vida. Sin embargo, el hecho es que jamás inventé ninguno. Ni siquiera uno.
Sólo los repito. Mi única contribución se reduce a contarlos. La primera vez,
los oigo o los leo. Y la fuente de mi audición o de mi lectura tampoco ha
compuesto esos chistes. No he encontrado nunca a nadie que pretendiera ser el
autor de un chiste. Siempre dicen lo mismo: «Oí uno muy bueno el otro día...» O bien: «Recientemente me
contaron algunos muy buenos...» ¡Todos
los chistes son viejos! A eso se debe
que resulten tan atrasados y tan fuera de la realidad social. Tratan aún del
mareo, por ejemplo, cuando este mal se previene fácilmente en nuestros días,
por lo que no se experimenta nunca. O bien de esas básculas de las que sale un
ticket con el horóscopo, como las del chiste que le he contado, siendo así que
tales máquinas no se encuentran ya más que en las tiendas de antigüedades. De
manera que, ¿quién compone los chistes?
—¿Es eso lo que intenta descubrir? —preguntó
Trask.
Y aunque tuvo en la punta de la lengua añadir:
«¡Cielo santo! ¿Y a quién le importa nada esa cuestión?», reprimió el impulso. Las
preguntas de un Gran Maestro estaban siempre repletas de significado.
—Desde
luego que es eso lo que intento descubrir. Enfóquelo de esta manera. No hay
problema en que los chistes sean viejos. Al contrario, deben serlo para disfrutar de ellos. La
originalidad no entra en el chiste. Existe una variedad de humor en la que cabe
la originalidad, el juego de palabras. He oído algunos que evidentemente fueron
compuestos siguiendo la inspiración del momento. Hasta yo he hecho algunos.
Pero nadie se ríe de tales juegos de palabras. Uno gruñe. Y cuanto mejor sea el
juego de palabras, más alto será el gruñido. El humor original no provoca la
risa. ¿Por qué?
—Le
aseguro que no lo sé.
—Muy
bien, pues averigüémoslo. Después de dar a Multivac toda la información
que considere conveniente sobre el tópico general del humor, he pasado a suministrarle
chistes selectos.
—¿Selectos
en qué sentido? —preguntó Trask intrigado.
—No lo
sé —respondió Meyerhof—. Advierto que
son buenos, simplemente. Ya sabe que soy Gran
Maestro...
—Sí, sí,
de acuerdo.
—A
partir de esos chistes y de la filosofía general del humor, mi primera
solicitud a Multivac será que descubra el origen de los mismos,
siempre que pueda. Puesto que Whistler ha metido sus narices en esto y ha
creído adecuado informarle a usted, pasado mañana le transmitiré el análisis
que deseo. Me parece que va a tener trabajo para rato...
—Seguro.
¿Puedo asistir yo también?
Meyerhof se encogió de hombros. Con toda
claridad, la asistencia o no asistencia de Trask le tenía sin cuidado.
Meyerhof había elegido el último de la serie
con particular cuidado. No sabría decir en qué consistía ese cuidado, pero
había revuelto en su cerebro una docena de posibilidades y las había sometido a
reiteradas pruebas respecto a una cualidad indefinible de intención y de
significado. Dijo:
—Ug, el
cavernícola, observó a su compañera, que corría hacia él deshecha en llanto,
con su falda de piel de leopardo en desorden. «¡Ug! -clamó frenética-. Haz
algo en seguida. Un tigre de dientes de sable ha entrado en la caverna de mamá.
¡Haz algo, te digo!» Ug gruñó, tomó su bien afilado hueso de
búfalo y respondió: «¿Por qué he de
hacer algo? ¿A quién le importa lo
que le suceda a un tigre de dientes de sable?»
Fue entonces cuando Meyerhof formuló sus dos
preguntas. Se echó luego hacía atrás y cerró los ojos, fatigado.
—No vi
absolutamente nada malo en ello —dijo Trask a Whistler—. Me confesó con toda claridad y de buen grado
lo que estaba haciendo. Lo encontré singular, pero legítimo.
—Lo que
él pretendía estar haciendo
—corrigió Whistler.
—Aun
así, no puedo obstruir la tarea de un Gran
Maestro basándome sólo en una opinión. Parece un poco raro, pero después de
todo se supone que lo son todos. No creo que esté loco.
—Emplea
a Multivac para descubrir el manantial de los chistes —murmuró desconcertado
el analista jefe—. ¿Y no supone eso estar
loco?
—¿Cómo
asegurarlo? —Preguntó a su vez Trask con irritación—. La ciencia ha avanzado hasta el extremo de que las cuestiones plenas de
significado resultan ridículas. Las que poseen un sentido han sido pensadas,
preguntadas y respondidas hace tiempo.
—No
sirve para nada. Y eso me fastidia.
—Tal
vez, pero no hay alternativa, Whistler. Veremos a Meyerhof, y usted podrá hacer
los necesarios análisis de las respuestas de Multivac, si las hay. En
cuanto a mí, mi única tarea se reduce a reunir el expediente. ¡Dios mío, si ni siquiera sé en qué consiste
el trabajo de un analista como usted, a excepción de analizar! Y eso no me ayuda en nada.
—Pues es
bastante sencillo —replicó Whistler—. Los
Grandes Maestros como Meyerhof
formulan las preguntas, y Multivac las reduce automáticamente a cantidades y
operaciones. La maquinaria precisa para convertir las palabras en símbolos
ocupa la mayor parte del volumen de Multivac. Multivac da después la respuesta en cantidades y
operaciones, sin traducirla en palabras, excepto en los casos más simples y
rutinarios. De diseñarlo para resolver el problema general de la traducción, su
volumen habría de cuadruplicarse, cuando menos.
—Ya. Así
pues, a usted le corresponde la tarea de traducir esos símbolos en palabras,
¿cierto?
—A mí y
a otros analistas... En caso necesario, empleamos ordenadores más pequeños y
especialmente diseñados al efecto. —Whistler sonrió con una mueca—. Al igual que las sacerdotisas délficas de
la antigua Grecia, Multivac nos proporciona oráculos y oscuras
respuestas. Sólo que, como ve, disponemos de traductores.
Habían llegado ya. Meyerhof les esperaba.
—¿Qué
circuitos emplea usted, Gran Maestro?
— preguntó Whistler vivamente.
Meyerhof se lo dijo, y Whistler se entregó a
su tarea.
Trask intentó seguir el proceso, pero nada de
aquello revestía el menor sentido para él. El representante del gobierno vio
devanarse un carrete con una serie de perforaciones de infinita
incomprensibilidad. El Gran Maestro Meyerhof aguardaba
indiferente a un lado, mientras Whistler examinaba la plantilla a medida que
emergía. El analista se había puesto unos auriculares y un micrófono ante la
boca. De cuando en cuando, murmuraba una serie de instrucciones que guiaban a
sus ayudantes, al frente de otros ordenadores electrónicos en algún lugar
distante.
Whistler escuchaba ocasionalmente, y a
continuación perforaba combinaciones en un complejo tablero, marcado con
símbolos que se asemejaban de un modo vago a signos matemáticos, pero que no lo
eran.
Pasó mucho más de una hora. El fruncimiento
del entrecejo de Whistler se fue haciendo más marcado. En cierta ocasión, alzó
la vista hacia los otros dos, empezó a decir: «¡Esto es increí... !», y volvió de nuevo a su trabajo.
Por último, anunció con voz ronca:
—Puedo darles
ya una respuesta no oficial. —Sus ojos estaban ribeteados de un virulento
color rojo—. La respuesta oficial habrá
de esperar al análisis completo. ¿Desean
la no oficial?
—Dígala
—respondió Meyerhof.
Trask asintió a su vez. Whistler lanzó una
avergonzada mirada al Gran Maestro.
—Parece
cosa de locos... Multivac afirma que son de origen extraterrestre.
—¿Cómo
dice? —preguntó Trask.
—¿Es que
no me ha oído? Los chistes que reímos
no fueron compuestos por ningún hombre. Multivac ha analizado todos
los datos, y la única respuesta que concuerda con los mismos es que alguna
inteligencia extraterrestre ha compuesto los chistes..., todos ellos..., y los
ha infundido en mentes humanas seleccionadas, en épocas y lugares escogidos, de
tal modo que persona alguna tiene conciencia de haber compuesto ninguno. Y
todos los chistes siguientes son variantes menores y adaptaciones de aquellos
grandes originales.
Meyerhof, con el rostro resplandeciendo por el
orgullo que sólo puede conocer un Gran Maestro que, una vez más, ha
formulado la pregunta debida, prorrumpió:
—¿Así
que todos los escritores de comedias no hacen sino retorcer los antiguos
chistes para ajustarlos a los nuevos propósitos? Ya sabíamos eso. La respuesta encaja.
—¿Pero
por qué? —Preguntó Trask—. ¿Por qué
crearon los chistes?
—Multivac
dice que el único propósito que concuerda
con todos los datos es el estudio de la sicología humana. Nosotros estudiamos
la sicología de las ratas obligándolas a encontrar su camino en un laberinto. Las
ratas ignoran por qué. Y aun si se dieran cuenta de lo que pasa, que no se la
dan, tampoco lo sabrían. Esas inteligencias exteriores estudian la sicología
del hombre, anotando las reacciones individuales con respecto a anécdotas
cuidadosamente seleccionadas... Sin duda esas inteligencias exteriores
comparadas con nosotros nos superan tanto como nosotros a las ratas...
Whistler se estremeció. Trask, con la mirada
fija, apuntó:
—El Gran Maestro dijo que el hombre es el
único animal con sentido del humor. Al parecer, el sentido del humor nos viene
de fuera.
Meyerhof añadió muy excitado:
—Y ante
el único humor creativo que poseemos, no reaccionamos con la risa. Me refiero a
los juegos de palabras.
—Parece
como si los extraterrestres eliminasen las reacciones a los chistes
espontáneos, para evitar la confusión —opinó Whistler.
—¡Vamos,
vamos! —Intervino Trask, sumido en una súbita agonía espiritual—. ¡Santo Dios! ¿De verdad se creen eso?
El analista le miró fríamente.
—Multivac así lo afirma. Por ahora, no puede decirse
nada más. Ha señalado a los verdaderos chistosos del universo. Si deseamos
saber más, habrá que proseguir la investigación. —Y añadió en un murmullo—:
Si alguien se atreve a proseguirla.
El Gran Maestro Meyerhof dijo de
pronto:
—Como
usted sabe, formulé dos preguntas. Y puesto que ha sido respondida la primera,
creo que Multivac cuenta con los datos suficientes para
contestar a la segunda.
Whistler se encogió de hombros. Parecía un
hombre a punto de derrumbarse.
—Si el Gran Maestro cree que hay datos
suficientes, tendré que tomarlo en consideración. ¿Cuál fue la segunda pregunta?
—Pregunté
lo siguiente: ¿Cómo reaccionará la
raza humana al recibir la respuesta a la primera pregunta?
—¿Y por
qué preguntó eso? —se interesó Trask.
—Sólo
porque tuve la sensación de que debía preguntarlo.
—¡Demencia!
¡Pura demencia! —exclamó Trask.
Mientras se apartaba de los demás, pensó en
cuán extrañamente habían cambiado de postura él y Whistler. Ahora, era él quien
pretendía explicarlo todo por la demencia. Cerró los ojos. Por mucho que se
empeñase en afirmar que Meyerhof estaba loco, ningún hombre en cincuenta años
había dudado de la combinación de un Gran Maestro y Multivac. Todas las dudas habían quedado solventadas.
Whistler se entregó de nuevo a su trabajo, en
silencio y con los dientes apretados, poniendo en marcha otra vez a Multivac y sus máquinas
complementarias. Pasó otra hora, al cabo de la cual, estalló en una ronca
carcajada.
—¡Una
delirante pesadilla! —exclamó.
—¿Cuál
es la respuesta? —Preguntó Meyerhof—. Quiero
las observaciones de Multivac, no las suyas.
—Conforme.
Aquí la tiene. Multivac manifiesta que en cuanto un simple humano
descubra la verdad, este método de análisis psicológico de la mente humana se
convertirá en inútil como técnica objetiva para los poderes extraterrestres que
ahora la emplean.
—¿Quiere
decir que ya no habrá más chistes transmitidos a la humanidad? —Preguntó
débilmente Trask—. ¿O qué quiere decir?
—No más
chistes —repuso Whistler—. ¡A partir
de ahora! Multivac dice ahora. El experimento ha terminado ahora. Habrán de introducir una nueva técnica.
Se miraron con fijeza. Pasaron los minutos,
hasta que por fin Meyerhof dijo lentamente:
—Multivac
tiene razón.
—Lo sé
—asintió vacilante Whistler.
Incluso Trask añadió en un murmullo:
—Sí. Así
debe ser.
Fue Meyerhof quien aportó la prueba efectiva,
Meyerhof, el consumado chistoso.
—Todo
pasó, sí, todo pasó. Hace cinco minutos que lo intento y no se me ocurre un
simple chiste, ni uno sólo. Y si leyera uno en un libro, no me reiría, lo sé.
—El don
del humor se ha desvanecido —dijo Trask lleno de melancolía—. Ningún ser humano volverá a reír jamás.
Y los tres permanecieron allí, con la mirada
fija, sintiendo reducirse el mundo a las dimensiones de una experimental jaula
de ratas... Habían retirado el laberinto, y algo..., algo sería puesto en su
lugar....
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