En una reciente reunión de La Cofradía Rockera, cuando en el fondo resonaba el solo de guitarra de Eric Clapton en la canción de The Beatles "While My Guitar Gently Weeps" (estabamos recordando a George Harrison por el aniversario de su muerte hace unos días), me comentaba un amigo que en la planta donde trabaja, corrieron a 9 compañeros porque participaron, siguiendo al "tipo gracioso del grupo" que nunca falta, en una pesada broma a un muchachito con capacidades diferentes, que participaba como operador en un programa de "Diversidad y Grupos Vulnerables". La broma del choque eléctrico les salió mal y, aunque fue a bajo voltaje porque en esa planta hacer tablillas electrónicas, el chico tuvo convulsiones y estuvo a punto de tener un paro cardiáco. Así que el tema de la plática general fue la clásica pareja trágica del "Inocente y el Bromista", que puede llegar a situaciones trágicas; entonces me acordé de la tragedia que una vez ocurrió por causa de una broma pesada, en el barrio donde vivía de niño...
...
Todo barrio que se respete a tenido entre su “fauna urbana” a ciertos personajes
típicos que todos conocíamos y saludabamos al paso de sus lugares donde tenían
sus “negocios”. Desde “el cura” de la parroquia de la colonia y
“don Beto el policía”, hasta el
resto, que iban desde “don Chuy el
mecánico”, “don Rómulo el fontanero”,
“El sr. Romo el farmacéutico”, “don Rodolfo el carnicero”, mi ‘apá “don Toño el taxista”, mis tíos “los tapiceros de la Rosa”, “Neto y la Chiva los carpinteros”, “Don Efrén el electricista de la CFE”, “el sr. Rascón el de la refresquería” del
parque y así otros más. Y nunca faltaba un borrachín empedernido y un bromista
que siempre estaba buscando la forma de burlarse del pobre borrachito que,
generalmente y como era de buen corazón, le aguanta todas las pesadas bromas; a
menudo ese tipo bromista iba rodeado de un nutrido grupo de amigotes que le
festejaba todas sus bromas pesadas. En realidad el borrachín nunca parecía
notar que el gracioso tipo le gastaba bromas bastante pesadas. Cualquiera que
fuera la broma o la burla, siempre le sonreía con esa su sonrisa bobalicona y
decía:
—Ese es mi amigo tan gracioso. ¡Claro que es
gracioso y es mi amigo!...
Los que conocí en mi barrio cuando yo era chico,
un fatal día fueron a dar juntos al Manicomio Municipal, al Hospital
Psiquiatrico, a la Casa Salud, como
se le llamaba en aquellos tiempos, allá por la salida a la carretera a cd.
Cuauhtemoc.
A “Carlitos
el borrachín empedernido” le daba igual el lugar para dormir, pues estaba
acostumbrado a los peores lugares del barrio para pernoctar o dormir la borrachera;
pero a “Juanelo el Potrillo”, el
bromista sin límite no; cuando se lo llevaron, aullaba como un perro apaleado y
tenía la mirada perdida y estaba totalmente fuera de sí, estado propio de los
que han perdido la razón.
En aquellos tiempos “Carlitos el borrachín empedernido” dormía en una pequeña habitación
situada en la parte de atrás de la capilla ardiente de la modesta funeraria de don
Angel. Su misión era mantener limpio el local, el cual barría de cuando en
cuando. Don Angel le dejaba hacer pequeños trabajos como éste, para que así
Carlitos no creyera que le tenían por caridad. A Carlitos le gustaba su
cuartito, sin pensar siquiera que la mayor parte del tiempo tenía un inquilino
en la capilla ardiente de la pequeña funeraria.
Llegó mayo, el mes de las «aguaceros». Las
lluvias convirtieron el acceso al Panteón Municipal en un verdadero muladar, y
hasta que las aguas bajaran de intensidad la funeraria de don Angel tuvo dos
inquilinos esperando a hacer su último viaje. Debido al tamaño tan reducido del
local, Carlitos se vio obligado a compartir su pequeño cuartito con la hija
solterona de don Luis, el dueño de la frutería del barrio, que murió de
pulmonía algunos días antes.
Tan pronto como “Juanelo el Potrillo” se enteró de aquello, no pudo evitar el
gastarle una pesada broma a Carlitos.
—Hemos oído decir que tienes compañía en tu
cuarto donde duermes, Carlitos. ¿Es cierto?— le dijo un domingo que el
borrachín estaba tomando de una botella de barato licor en el parque, junto a los
boleros de calzado, enfrente del bar “Al
Sur de la Frontera”, propiedad del padre de “Juanelo el Potrillo”.
Carlitos les miró muy extrañado.
—Sí Carlitos, Si. Me refiero a esa linda
muchacha que está alojada contigo.
—¡Caramba, Potrillo!
Es la hija de don Luis el de la frutería. Ya lo sabes, ¿Qué no, qué no estabas
enterado?...
Carlitos dirigió una mirada a su alrededor para
ver si los amigotes estaban sonriéndose. Aún no estaba seguro de si le gastaban
una de sus acostumbradas bromas.
—¿Quieres decir que no es tu novia Carlitos?
—Potrillo,
esa pobre solterona está muerta. No puede ser la novia de nadie. Tú no estás muy
bien de la cabeza hoy.
Algunos de los muchachos se hallaban a punto de
soltar la carcajada; pero Juanelo los contuvo con una rapidísima mirada. Se le
había ocurrido una idea.
—Carlitos..., ¿no viste nunca levantarse a esa
chica por las noches y caminar por tu habitación?
—¡Allí está, te digo! Ja! Ahora es cuando estoy más
convencido de que el borracho eres tú y no yo.
—No estoy borracho ni loco —respondió Juanelo
con voz lúgubre—. Todo cuando puedo decirte es que será mejor que te asegures
de que la tapa de su ataúd está bien cerrada.
Todos los rostros que rodeaban a Carlitos
conservaban sus expresiones muy serias.
—¿Por qué será mejor que me asegure? —preguntó
el pobre borrachín, quien apuró un buen trago de licor.
—Por el barrio corre el rumor de que la tal solterona
fue mordida por un murciélago antes de morir —Juanelo acercó su cara a la del
azorado Carlitos lo más que pudo y continuó, arrastrando las palabras y con los ojos muy abiertos:
—Pero no un murciélago común y corriente que vive
debajo de cualquier puente, sino un verdadero ¡Murciélago Vampiro! venido de no
se sabe donde junto con la horrible tormenta que azotó el barrio la otra noche,
¿la recuerdan todos? Era una fea tormenta con rayos y centellas. ¿Se dan cuenta
de lo que eso pudo hacer de ella?
—¿Una, una, una vampiresa?— dijo uno de los
amigotes con cara muy seria.
Carlitos estaba un muy confundido, pero Juanelo
continuó remachando el clavo.
—Exactamente. Seguro que una noche te dormirás
y a la mañana siguiente verás los dientes de esa chica clavados en tu cuello.
Te habrá chupado la sangre hasta dejarte completamente seco.
Dicho lo cual, Juanelo se alejó con sus amigos,
dejando solo a Carlitos para que pensara sobre aquello.
Más tarde, Carlitos hizo a don Angel algunas
preguntas sobre los vampiros, y don Angel, cándidamente, le contó cuanto él
sabía. Antes que pudiera preguntarle a Carlitos para qué quería saber aquello,
entró un fulano, un posible cliente, y don Angel pronto olvidó el asunto por
completo.
Lo que hizo fue terrible, porque aquella misma
noche Juanelo y sus amigotes se reunieron en la parte de atrás de la funeraria,
donde se hallaba la habitación de Carlitos.
Juanelo se volvió a Susana, la única muchacha
del grupo. Pensaba casarse con ella en breve; pero la forma en que llevaba
maquillada aquella noche la cara hizo que Juanelo se estremeciera un poco al
mirarla. Sus ojos estaban ribeteados de negro y sus labios pintados de morado.
El resto del semblante estaba blanqueado con crema y gis en polvo, a excepción
de algunos cercos negros para ahondar las mejillas.
—Potrillo,
no me gusta nada hacer esto —susurró la muchacha.
—¡Oh vamos a divertirnos mucho! No es más que
una broma y el barrio está demasiado aburrido estos días...
—Sí, pero no me agrada la idea de meterme en un
ataúd.
—No permanecerás en él más que unos minutos,
hasta que Carlitos vuelva. Como te dije, te meteremos en uno de los ataúdes que
don Angel guarda vacíos y lo cambiaremos por el que está en la habitación de
Carlitos. Cuando él vuelva a su cuarto, tú lanzas unos cuantos lamentos,
levantas la tapa... y todo el mundo a reír.
—Supongamos que le da un ataque al corazón o
algo por el estilo.
—¡Oh, es demasiado tonto para eso! Echará a
correr, gritando, y no parará hasta la iglesia del Sagrado Corazón... ¡En dos
minutos estará allí!
Susana se rió sin ganas.
—¡Chis! —dijo una voz.
Era la de uno que estaba mirando desde la
esquina del edificio hacia la parte de delante.
—¡Ya sale!... ¡Vámonos!
El grupo se ocultó, y cuando Carlitos
desapareció calle arriba, entraron corriendo por la puerta sin cerrar de la
funeraria. Minutos después, cuando Carlitos regresó con una botella de licor
barato en una bolsa de papel, los hombres estaban otra vez en la calle, en la
parte trasera del edificio.
—Ayudenme —dijo Juanelo.
Dos de sus amigos le cogieron por las piernas y
le alzaron lentamente hasta que pudo ver el interior de la habitación de Carlitos
a través de una ventana que parecía una tronera.
—Ya entra —susurró Juanelo al grupo que estaba
abajo—. Se ha sentado en su catre y se está quitando los zapatos.
Juanelo no tuvo que informar sobre lo que
sucedió a continuación, porque todos pudieron oír desde donde estaban el
lamento que salió del ataúd de madera.
Dentro del cuartito, Carlitos se puso en pie de
un salto. Otro lamento salió del ataúd y Carlitos se agarró al borde de su
catre con la cara desencajada. Al mismo tiempo, Juanelo se sostenía con una
mano en el borde de la ventana, mientras trataba de ahogar la risa con la otra.
—¿Qué pasa? —preguntó una voz desde abajo.
—Espera —contestó Juanelo, sin poder contener la
carcajada—. Se abre la tapa del ataúd... Ella se levanta... ¡Dios! ¡Parece un
cadáver de verdad!... Creo que Carlitos echará a corr...
Se interrumpió cuando Carlitos, de pronto,
recobró el movimiento. Empezó a andar lentamente..., no hacia la puerta, como Juanelo
creyó que haría, sino en línea recta hacia el ataúd. También Susana estaba
sorprendida, y no ofreció resistencia cuando Carlitos saltó hacia ella, la
empujó dentro del ataúd y bajó la tapa.
—¿Qué sucede, Potrillo? —preguntó alguien.
Juanelo estaba demasiado aturdido para
contestar.
—No sé... Ha vuelto a encerrarla dentro del
ataúd... Ahora está sacando algo de debajo del colchón... Parece como si... ¡oh
Dios mío!... ¡Oh Dios mío!... ¡No!...
El horror que se notaba en su voz cortó de raíz
la risa que estaba a punto de estallar entre sus amigos. Uno de los que le
sujetaban las piernas aflojó de pronto y Juanelo cayó al suelo, gimiendo. Antes
que los hombres pudieran recobrarse, llegó hasta ellos, procedente de la
habitación de Carlitos, un grito aterrador, que heló la sangre a todos los que
esperaban abajo: era el grito de una mujer en mortal agonía, y fue seguido por
otro, más desgarrador que el primero.
Juanelo se puso en pie y, corriendo, dio la
vuelta al edificio. Cuando sus amigos le alcanzaron, ya estaba empujando con
todas sus fuerzas la pesada puerta de la funeraria, presa de la locura. Uno de
los hombres conservó la calma. Apartando a los otros, cogió una maceta que
estaba delante de la ventana de cristales y la lanzó contra ella. Juanelo fue
el primero que entró por ella cuando los cristales dejaron de caer al suelo.
Los gritos procedentes de la habitación de Carlitos alcanzaron su cúspide.
Cuando los hombres llegaron a la puerta, cesaron de repente.
Juanelo fue el primero que entró en el
cuartito, y lo que vio le hizo lanzar un aullido. El ataúd continuaba aún sobre
los dos soportes en que fuera colocado unos minutos antes. Carlitos estaba en
pie, temblando, delante de él, con un mazo en la mano. Un ligero estertor salió
del ataúd cerrado y la larga estaca de madera, incrustada en su suelta tapa, se
movió levemente cuando la moribunda mujer que yacía dentro se estremeció por
última vez. Luego, todo quedó inmóvil. La sangre empezaba a gotear sobre el
suelo.
Juanelo comenzó a gritar desgarradoramente y
perdió para siempre la razón.
Cuando
la policía se llevó a Juanelo y a Carlitos, todos estuvieron de acuerdo en que
la culpa la tenía el primero. Todos, excepto don Angel. Estuvo borracho durante
una semana, diciendo que él fue el loco que explicó a Carlitos la forma de
matar un vampiro: clavándole una estaca en el corazón.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario