Estatua de mujer con su vestido azotado por el viento, en la glorieta a la salida de la capital hacia la carretera a ciudad Cuauhtemoc.
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Estatua de mujer en la Plaza de Armas frente a Catedral |
¿De bronce que hacía mucho tiempo había perdido su brillo metálico?
¿De mármol erosionado por los elementos que todos los días actuaban sobre su superficie?
¿De piedra que alguna vez estuvo hermosamente pulida?
El "material" era lo de menos; lo importante era la representación.
La estatua era una imagen femenina de extraordinaria belleza.
No era la imagen de una diosa.
Era algo más que eso.
Era la imagen de una mujer.
Éste hombre pasaba a diario junto a ella y la rozaba levemente con su mano, apenas acariciando uno de los hermosos senos de la estatua.
Y la sensación de ese casi inexistente contacto, le daba una placentera tranquilidad, como hubiera estado su día o como le fuera en la vida, ese momento le devolvía la paz a su cuerpo material.
Era sólo un toque momentaneo, sutil, instantáneo de los dedos del hombre; era un rito secreto; nunca lo contó a nadie; era un silencioso homenaje a la belleza que había en la estatua, que había en la mujer, un homenaje a la belleza que hay en todas las mujeres.
Ni un solo día dejaba el hombre de cumplir su fervoroso rito: de camino a su trabajo, de regreso a casa, bajo la lluvia, al paso del viento huracanado, en medio del ardiente calor o el frío congelante, porque así son los climas cambiantes en mi ciudad; día tras día, al pasar frente a esa bella estatua, ponía con emoción contenida su mano en un seno de la mujer- diosa.
Un contacto etéreo, un contacto del hombre mortal y la mujer- diosa inmortal.
Una noche, de regreso a casa, la estatua lo tomó suavemente por el brazo, y...
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