"Cocedor de ladrillos"
Una ladrillera como ésta había por mi casa cuando yo era niño...
Remordimientos, esos
incontrolables y malditos remordimientos:
-Nombre Ramiro, ya hace tiempo que no lo veo, pero si supe lo que le
pasó y fue algo bastante desagradable.
-Si primo, al fin de cuentas ya perdió el trabajo, acaba de perder hasta
a la familia; alguien me dijo que lo vió que vive de arrimado en una
carpintería de por el barrio, pero que ya nadie lo procura a él; tan buscado
que era por los familiares, y pos ya estaba muy cerca de su jubilación.
-¿De quién están “mal hablando” “primos”?- meto mi cuchara; estoy sentado enseguida en la misma
mesa, y he escuchado parte de la conversación entre “los primos-gemelos”, como los llamamos cuando acuden los dos a
alguna reunión de “La Cofradía Rockera”,
siendo primos son demasiado parecidos, más que si fueran hermanos.
Alguien del respetable ha puesto la rola “Time Again” de “Asia” y Ramiro como que
deja que el bueno de Steve Howe empiece con su guitarra la mentada canción y
que ésta tome “in crescendo” el buenísimo ritmo rockero
que la caracteriza; hasta que comienza a cantar don John Wetton, luego ya Ramiro
me explica:
-Hablamos del tío Efraín
Artu, tú lo conoces o lo conocistes,
el que trabajaba en la CFE, ¿lo recuerdas?
-Afirma, si lo conocí, de
cuando trabajaba en la CFE, siempre con su ropa color “caqui” y el paliacate rojo anudado al cuello, esa ropa que usaba
aunque no estuviera chambeando; hace ya algunos meses me lo encontré en un
Alsuper y me saludó; ¿qué ha pasado con él?
-¿Recuerdas el caso aquél
de los dos niños que se electrocutaron por tocar un poste con cableado
defectuoso? Uno de ellos murió y el otro estaba muy grave.
-Lo recuerdo, recuerdo
también que no ha sido la única vez que eso ha sucedido, van varios casos, y
recuerdo que la CFE nunca ha tomado ninguna responsabilidad… Ups! Ups! No me
digan que el tío Efra está involucrado…
-Afirma Artu; afirma; o
al menos eso cree él; de algún modo nos lo comentó hace poco en una reunión
familiar.
-Si primo, me acuerdo que
lo habíamos visto como extraviado, pálido, flaco, con la mirada perdida, la
espalda muy encorvada, casi se le salían los huesos del espinazo por sobre la
camisa caqui, que se le miraba que le quedaba grande, o él quedaba chico;
parecía hasta más viejo y acabado, yo pensé que estaba enfermo y que le vendría
bien que ya le dieran la jubilación. Luego de aquella reunión nos quedamos solo
algunos a seguir tomando; el tío Efra no era de emborracharse, pero esa vez
estaba bebiendo como nunca lo había visto, tomando de verdad, y de repente
tenía algunos calosfríos que lo hacían temblar de una manera que ya me estaba
poniendo nervioso.
-Yo le pregunté eso,
directamente, era lo que todos ya queríamos saber. Él le dio un largo trago a
la botella de tequila, que le escurría de las comisuras de los labios, que se
miraban como muy secos, agrietados y torcidos en una clase de mueca o sonrisa
nerviosa, toda echada para un lado, no era normal en él; sus ojos miraban
nerviosamente a todos lados pero estaban como ausentes, ya mostraban los
efectos del alcohol; dió otro trago y entonces empezó a platicarlos la causa de
su raro proceder.
“-Muchachos, ¿recuerdan
el accidente de los niños que se electrocutaron en Avalos cuando tocaron un
poste?”
Todos asentimos moviendo
la cabeza al unísono y el círculo de los que estábamos en esa mesa se hizo más
estrecho, para escuchar lo que venía, porque hablaba bajito, palabra por
palabra, raro en él…
“-Creo que ese accidente fue
por mi culpa y los remordimientos, esos
incontrolables y malditos remordimientos no me dejan en paz… a cada rato creo
ver a esos niños, creo escuchar el zumbido del voltaje y creo oírlos gritar con
ese sonido gutural ahogado de los que están recibiendo una descarga eléctrica,
como si gritaran para adentro de sus gargantas, de sus pulmoncitos, no para
afuera; el grito se hunde en sus entrañas mientras la corriente corre por los
cuerpecitos que se retuercen como, como, co-mo…” -hizo una pausa para dar otro
largo trago a la botella, y su mirada extraviada que de nuevo veía cosas que
nosotros no podíamos ver- Muchachos, fue mi culpa que por las prisas de irnos
de puente, dejé mal esa instalación, fue mi culpa, los remordimientos, esos incontrolables y malditos remordimientos
no me dejan en paz……”
-Vamos tío, piénsalo,
seguramente no eres tú el culpable; debió de haber luego alguien que se quiso
robar el cobre, ratas royendo los cables, mil cosas…- alguien trató de animarlo
y luego otro opinó algún argumento diferente tratando de evitar que mi tío se
sintiera culpable; pero por la forma en que paseaba la mirada por todos
nosotros, sabíamos que no había nada que lo convenciera de lo contrario.
-Ya no platicó más esa
noche, siguió bebiendo y al rato dijo que se iba a su casa que, como estaba
cerca, a un par de cuadras, ya nadie se ofreció a acompañarlo.
-Ésa fue la última vez
que lo ví, luego supe que por alguna razón la tía lo dejó, su hijo único vive
en cd. Juárez; se quedó solo en la casa; no sé qué pasó con el trabajo, luego
le dejó la casa a la tía y se largó a algún lado; voy a ir uno de estos días a
buscarlo; pero pos a veces uno anda muy ocupado con sus propias cosas, no sé.
Tú primo, échale una vuelta, vives más
cerca…
-Si primo, uno de estos días lo busco, pero como dices, siempre uno
anda muy ocupado con sus propias cosas…
Me quedé pensando en ese
pobre hombre, consumido por los remordimientos, sin nadie que le ayudara a
superarlos, sin nadie a quien acudir para de alguna forma eliminarlos,
anteponiendo “la verdad o la realidad” a sus propios y sombríos pensamientos;
cargando con esa culpa que, ¿de qué otra forma? pudiera sobrellevar. En estos
tiempos, y es de siempre, ya nadie tenemos oportunidad para visitar y platicar
con alguien que, como el tío Efra, está pasando por una situación como esa,
simplemente no hay nadie que lo pueda ayudar. No es igual a la situación de ir
a visitar a un familiar con una enfermedad grave; los “malos remordimientos” consumen el pensamiento, apartan al implicado
de los demás, acaba la soledad por ahogarlo y envolverlo en una cárcel interior
que solo el individuo vive, mirando silenciosamente el correr de la vida sin
participar ya de ella, se vive en otro plano de la existencia.
Me hizo acordarme de don Beto
y su hermano Jaime, aquellos ladrilleros que veía todos los días fabricar y
quemar ladrillos allí cerca de mi casa de niño, en las humeantes y malolientes ladrilleras
de la colonia…
“No, Jaime –dice don Beto
mientras le da un largo trago a la botella de tequila barata y pone otro leño
en la lumbre, donde varias vasijas hierven agua “pa’l café y pa’l frío”-. Te digo que este mes continuará la seca.
La Luna no está inclinada como jicarita que va a dejar caer su agua; ni Luna
hay, ya olvidé el calendario del creciente y menguante. Tendremos que esperar a
la próxima, a ver si entonces llueve algo”.
Afuera la noche es fría y
oscura; arriba muy alto, brillan incandescentes las estrellas en un cielo negro
sin nubes y sin Luna. En el horizonte, sobre las cercanas vías del tren se
recorta enorme y oscuro el alto perfil del Cerro Grande, dibujado en negro
mate, como retando en contraste del brillante cielo profusamente estrellado.
No se oyen ya las voces de los perros; tampoco el viento turba la quietud de los árboles que todavía conservan algo de follaje. Si no fuera por las llamas y el quejo de la leña en el fogón se diría que todo ha dejado de ser, que todo se ha ido, que todo ha dejado de estar, de existir.
“Sin lluvia no habrá hierba, Jaime, y las cabras ni siquiera recibirán al chivo. Presienten que las crías no tendrán qué comer, y no las traen al mundo a pasar hambre.”
“¿Te acuerdas cómo llovió
el mes pasado? El arroyo se puso verde, y las cabras hasta cuatearon. A veces
pienso, Jaime, que los animalitos son más sabios que nosotros. Sienten cosas
que a nosotros ya se nos olvidó sentir. Nuestros padres tenían ciencias que ahora
no tenemos. Sabían cuándo cortar los troncos para hacer los morillos de las
casas y que luego no se los comiera la polilla; sabían cuál era el tiempo justo
de los injertos y la poda. Tú y yo todavía nos acordamos de eso, pero los
muchachos de ahora no, y ni siquiera les interesa aprender. Ellos andan en sus
cosas, y sus cosas no son ya nuestras cosas. Yo no las entiendo, no sé tú”.
Se queda viendo las
siluetas que dibuja la sombra de las llamas sobre la desnuda pared. Mira en
ella la de su hermano Jaime, y le parece ver que el resplandor del fuego
colorea su rostro como si fuera un retrato de pintura. Jaime está silencioso,
como siempre, muy silencioso en esa semi penumbra, demasiado silencioso.
Él sigue hablando para que sus palabras hagan algo de ruido. Y es que el silencio le da miedo, lo mismo que la noche. Con el silencio le da por pensar, y esa es otra de las cosas a las que teme: a el pensamiento.
De día no piensa. Se ocupa en la fabricación de los ladrillos: ellos no piensan. Va a ver los dos árboles de granadas y el de membrillos: ellos tampoco piensan. Le da de comer al enorme gato pardo, y no se explica porqué el minino ya no quiere entrar a los cuartos. Se pone a limpiar la pila del agua, aunque esté limpia; va a vigilar a las tres chivas y al chivo del corral y se pone a arreglar la cerca, aunque esté en orden. A principios del mes le da otra blanqueada al frente de los dos cuartos de la casa, sin necesidad. Cada tercer día recibe al que trae la leña y el aserrín para el cocedor de ladrillos, por necesidad.
“Cada vez me cuesta más
comunicarme con alguien, Jaime. No reconozco a muchas personas, hago las cosas
como en sueños. Quién sabe qué vaya a pasar cuando yo ya no pueda caminar.
Todavía no hace mucho podía tirar la ceniza al arroyo sin problemas, iba y
venía, iba y venía. Caminando iba a tirarla. Ahora tengo que ir más despacio,
mas viajes de aquí al arroyo. Con los años uno no puede ya andar tanto. ¿Te
duelen a ti las piernas cuando caminas mucho? Yo a veces no las aguanto, sobre
todo en tiempo de frío. De nada me sirve entonces la pomada de árnica. Ya
estamos viejos, Jaime, hay que reconocerlo. Yo voy pa’ los 80, y tú eres nomás
dos años más chico.”
“Antes de aquello que
pasó ¡uh! yo subía el Cerro Grande casi corriendo. Una vez, por puro juego,
perseguí a la carrera a un conejo, y te juro que ya merito lo alcanzaba. Me
dirás que estoy inventando cosas, pero no. Y nunca me cansaba. Luego sucedió lo
que tú sabes, y ya no fue lo mismo. En seis años envejecí 40. Cuando volví al barrio
nadie me reconoció. Todos pensaron que venía de fuera. La verdad es que venía de adentro. Fíjate bien: ‘de
adentro’. ¿La pescaste? ¿Entonces por qué no te ríes? Anda, ya no estés tan
serio. De muchacho no eras así”.
El fuego se ha apagado
mientras el hombre hablaba. Deja la humeante taza de café negro que bebía, da
otro trago muy largo al tequila barato y después de poner todo en su lugar dice
lo de siempre: “Hasta mañana, Jaime”. Luego se acuesta en su camastro y apaga
la vela. Todo queda en la oscuridad; sólo se ve el rojizo resplandor de dos
brasas que aún arden en las cenizas del fogón. Son como dos ojos que lo miran,
y cierra los suyos para no mirarlos. Desaparece en el oscuro sueño en que se le
aparece el sueño que todas las noches sueña.
Pasan las horas -¿por qué no más aprisa?- y amanece. A él
le gusta que amanezca. Abre la puerta del cuarto. “Para que entre El Sol, la gracia de Dios”, decía su madre; el
enorme gato que es gris de día, y pardo casi negro de noche, asoma la cabeza,
pero no entra, maúlla lastimosamente y se aleja a quien sabe dónde.
Por la calle vamos mi
amigo de la escuela y yo, rumbo a la tienda de don Mundo, que queda dos calles
arriba, casi llegando a las vías del tren. Lo saludo agitando la mano: -Hola don Beto, Buenos días… pero él no
se da cuenta. Está como muy sordo, como que ya no ve bien. Pregunta mi amigo de
la escuela, porque no lo conoce: “¿Quién es ese viejo?”. “Es don Beto el
ladrillero -respondo-. De joven, en una noche de borrachera, mató allí mismo en
la ladrillera a su hermano Jaime, estuvo un tiempo en la Peni, pero un día
simplemente lo soltaron y regresó a seguir haciendo y cociendo ladrillos”.
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