...un fin de semana estaba viendo con mis
niños un programa en la tele, donde salió el famoso hipnotizador español Tony
Camo, “ordenando” al público hipnotizado que hiciera gracia tras gracias,
algunas simples como que imitaran a algunos animales: unos a una gallina, otros
a un gato, a un perro o a un mono, y otras gracias más complicadas como cantar imitando
a algunos artistas o hacer que el hipnotizado viera al resto del público
desnudo; como era un show cómico, estuvo por demás divertido ver como la gente “dormida”
o “hipnotizada” hacía todo lo que al mentado mentalista se le ocurriera. Les
platiqué que una vez me tocó ir a un espectáculo aquí en la ciudad donde el
hipnotizador era el “Sensacional Taurus do Brasil” y si estuvo bien divertido; una
de mis niñas me preguntó que si era cierto aquello y que pasaría si se le
olvidaba despertar a alguno de los dormidos o hipnotizados. Entonces me acordé de
algo y les platiqué cuando al barrio de la estación del Che-Pe llegaban
aquellas carpas de circo que tanto nos alborotaban de niños y lo que pasó aquel
día de octubre; la historia era más o menos así:
El
"Familia Moreno’s Carnival" hizo su entrada a la populosa colonia en
medio de ocres nubes de tierra suelta, seguidos por varios perros callejeros
que ladraban a las destartaladas ruedas de los viejos y rechinantes vehículos.
Llegó para pasar allí una noche y en un abrir y cerrar de ojos asentó sus vistosas
y rayadas tiendas de lona en el gran llano que había junto a la estación del
Ferrocarril Che-Pe, lugar que a menudo era utilizado para ese fin. Era una
cálida tarde de principios de octubre y, hacia las seis, ya se había reunido
una considerable cantidad de personas en la escena de la tosca función, muy
iluminada con largas tiras de cordel con focos amarillos, verdes y rojos y una
estridente musica circense de fondo.
El circo
ambulante no era ni de gran tamaño ni de considerable importancia dentro de su
género; sin embargo, su aparición fue animadamente recibida en el barrio, que
estaba siempre atento a cualquier acto de importancia que le quitara algo del tedio
diario de un lugar donde casi nunca pasaba nada interesante.
La gente de los barrios vecinos no pedían
entretenimientos refinados; por consecuencia, la infaltable "Mujer
Gorda", el "Hombre Tatuado" vestido de rudo marinero
con todo y pipa, “El Becerro de Dos Cabezas” y el "Niño Mono" que se
convirtió en eso por desobedecer a sus padres, les daban motivos suficientes
para charlar animadamente ante cada uno de ellos, gastando gustosamente sus
monedas en ese colorido espectáculo. Se llenaban la boca de cacahuetes y
palomitas de maíz de chillones colores rosa, azul o verde, bebían vaso tras
vaso de súper azucarada limonada, y se pellizcaban los dedos tratando de
quitar los envoltorios de los grandes y multicolores caramelos, todo era algarabía
y la idea era pasar una buena tarde.
Cuando el hombre que
anunciaba al “Gran Hipnotizador” comenzó su arenga, la gente parecía
tranquila y tolerante. El voceador, un hombre bajo y rechoncho que llevaba un
sucio y gastado traje a cuadros que una vez fueron azul marino, utilizaba un
improvisado megáfono de cartón rojo, mientras el hipnotizador en persona permanecía
apartado, en un extremo de la plataforma de tablas levantada frente a su
tienda. Parecía no sentir interés por lo que ocurría. Desdeñoso, levantó una
fina ceja y apenas se dignó mirar a la masa que se iba congregando alderedor del
pequeño escenario.
Sin embargo, al fin,
cuando frente a la plataforma hubo unas buena cantidad de personas, el hombre
dio unos pasos hacia adelante, hasta quedar en el ámbito luminoso. Del público
surgió un leve murmullo.
La aparición del
hipnotizador bajo el foco amarillento suspendido sobre su cabeza
tuvo algo de estremecedor. Su alta
figura, su extrema delgadez, que le daba aspecto demacrado, su pálida piel y,
sobre todo, sus grandes y profundos ojos negros, atraían la atención de forma
inmediata. Su indumentaria, un severo traje negro a rayas, una camisa blanca
con el gastado cuello y los puños percudidos y una anticuada corbata de lazo,
añadían un último toque mefistofélico.
Con expresión que
delataba frustración y una especie de suave desdén, miró fríamente al público.
Su sonora voz llegó hasta
la última fila de mirones.
—Necesitarré —dijo arrastrando
exageradamente las “rr” y pronunciando de manera curiosa las “s”, como el
silbido de una serpiente — la colaborración de un voluntarrio. Si alguno de
ustedes fuerra tan amable de subirr...
Todos miraron a su alrededor o cambiaron
codazos con sus vecinos, pero nadie avanzó hacia la plataforma.
El hipnotizador se encogió de hombros y
levantó de nuevo su fina ceja. Luego con voz cansada, les dijo:
—A no serr
que alguien sea tan amable de subirr, no podrrá haberr demostrración. Les asegurro,
damas y caballeros, que se trrata de algo inofensivo por completo para ustedes,
que no entraña el menorr rriesgo.
Miró en torno,
expectante. Momentos después un joven se abrió paso lentamente por entre la
multitud, en dirección al estrado.
El hipnotizador le tendió una huesuda mano,
donde se veía un enorme anillo en forma de calavera en uno de sus largos dedos
y le ayudó a subir los escalones; el joven casi no pudo apartar la vista de esa
reluciente joya, pero el hipnotizador le hizo sentar en una antigua silla de
madera.
—Relájese caballerro —pidió con su
cavernosa voz, como con un susurro, pero que se oía perfectamente en todo el
escenario —. Dentrro de poco usted estarrá prrofundamente dormido y harrá
exactamente cuanto yo le diga.
El joven se removió en el asiento y dirigió
una media sonrisa de auto confianza a los espectadores y les guiñó un ojo.
El hipnotizador atrajo su atención moviendo
las dos manos frente a su rostro; fijó sus enormes y ojerosos ojos en él, y el
joven dejó de pronto de removerse en la silla y entreabrió la boca, como
perdiendo poco a poco su voluntad.
Una brumosa y pesada atmósfera parecía
moverse lentamente por entre la gente que no perdía detalle de lo que ocurría
enfrente de sus narices, así dejaran las manos llenas de comida cerca de sus
bocas.
De pronto, alguien tiró a
la plataforma una gran bolsa de coloreadas palomitas de maíz. El proyectil
describió un arco sobre las luces y fue a romperse directamente sobre la
cabeza del muchacho sentado en la silla.
El chico se hizo a un lado, casi cayéndose
de su asiento, y el público, que poco antes permanecía mudo, estalló en grandes
carcajadas y aplausos, algunas señoras apuntaban con sus indices hacia la
graciosa escena mientras que con la otra sostenían sus temblorosos vientres.
El hipnotizador estaba
furioso. Su rostro se puso color púrpura y todo su cuerpo comenzó a temblar de
ira. Dirigiendo una penetrante mirada a los asistentes, preguntó, con voz
alterada:
— ¿Quién ha tirrado
eso? Dijo levantando la delgada mano y el anillo relumbró como fuego por el
reflejo de las luces del atardecer.
La masa guardó de pronto
silencio, solo se escuchaban esporádicas y tímidas risitas en voz muy baja allá
hasta atrás.
El hipnotizador siguió mirándoles. Al fin
su rostro adquirió poco a poco un aspecto normal y su cuerpo dejó de temblar,
pero en sus ojos siguió habiendo aquel maligno brillo, enmarcado por sus
oscuras ojeras mientras caminaba a grandes zancadas por todo el escenario.
Hizo un
ademán al joven sentado en la plataforma y le despidió con unas breves palabras
de agradecimiento. Luego se enfrentó de nuevo con la masa.
—Debido a
la interrupción, serrá necesarrio volverr a empezarr la prrueba... con otrro
sujeto —anunció, en voz muy baja y acento muy penetrante, arrastrando aún
mas, con coraje, las “rr” y siseando todavía más las palabras—.
—Tal vez la perrsona
que tirró las palomitas sea tan amable de subirr con migo, si eso no le atemorriza. Dijo, barriendo a la gente con su penetrante
mirada, arrancando algunas exclamaciones ahogadas de varias personas.
Al menos diez o doce individuos se
volvieron a mirar a alguien que se mantenía en la sombra, entre los más
alejados espectadores.
El
hipnotizador le localizó en seguida. Sus negros ojos parecieron por un momento refulgir.
—Quizá el que nos interrumpió
le dé miedo subirr — dijo, con voz burlona—. Prrefierre esconderrse en
las sombras y tirrarr palomitas de maíz porrque le falta el valorr de subirr
aquí conmigo.
El aludido al
fin lanzó una exclamación y, con actitud beligerante, se abrió paso hacia la
plataforma, codeando a la gente mientras caminaba con exagerada y teatral valentía.
Su aspecto no tenía nada de notable; en realidad, en cierto modo se parecía al
primer joven. Cualquier observador casual les hubiera supuesto a ambos
pertenecientes a la misma clase trabajadora como el promedio del público
expectante.
El segundo muchacho tomó
asiento en la silla del estrado y adoptó una clara actitud de desafío. Durante
varios minutos luchó visiblemente contra las órdenes que le daba el
hipnotizador para que se relajase. Sin embargo, poco a poco su agresividad fue
desapareciendo y miró, como se le pedía, a los penetrantes ojos que tenía
enfrente.
Al cabo de un par de
minutos, siguiendo las órdenes del hipnotizador, se levantó y se tumbó de
espaldas sobre los duros maderos de la plataforma. Los espectadores
contuvieron el aliento.
—Va usted
a dorrrrmirrrse —dijo el hipnotizador—. Va usted a dorrmirrse. Se está
durrmiendo. Se está durrmiendo. Está ya dorrmido y harrá cuanto yo le orrdene.
Cuanto yo le orrdene. Cuanto yo...
Su voz se
convirtió en un susurro en el que se repetían las reiterativas frases. El público
guardaba un silencio total y muchas bocas estaban muy abiertas y muchas
gargantas estaban cada vez más sedientas.
De pronto, en la voz del
hipnotizador entró una nueva nota, y la audiencia se puso tensa.
—No se
levante, eléveeese de la plataforrma —ordenó el hipnotizador—. ¡Eléveseeee de la plataforma!
—Sus oscuros ojos parecían lanzar
rayos. El público se estremeció y mas bocas se abrieron de par en par.
—¡Eléveseeee!
Los espectadores, tras un jadeo colectivo,
contuvieron el aliento.
El joven, rígido sobre el
estrado, sin mover un músculo, comenzó a ascender, siguiendo en su posición
horizontal. Primero fue un movimiento lento, casi imperceptible; pero pronto
adquirió una firme e inconfundible aceleración.
—¡Eléveseeee! —espetó
la voz del hipnotizador.
El muchacho
continuó su ascenso, hasta encontrarse a más de medio metro del estrado, y
seguía subiendo lentamente.
Los presentes estaban
seguros de que se trataba de un truco de alguna clase, pero, aun contra su
voluntad, miraban aquello boquiabiertos. El joven parecía estar suspendido en
el aire, sin contar con ningún medio posible de apoyo físico.
De pronto, la atención
del auditorio fue captada por un nuevo suceso. El hipnotizador se llevó
repentinamente una mano al pecho, levantó a las alturas el otro brazo y un agh!!! ronco salió de su flaco tórax, vaciló, y, por último, se derrumbó
pesadamente sobre la plataforma.
Algunas señoras lanzaron
un grito apagado, unas voces allá detrás llamaron a un doctor, algunos pidieron
por el cura del barrio que por ahí andaba. El voceador del traje a cuadros
salió corriendo de detrás de la tienda y se inclinó sobre el inmóvil cuerpo del
hipnotizador caído.
El hombre
buscó el pulso del hipnotizador, se quitó el polvoriento sombrero de copa y puso
su oreja contra el pecho, mientras que con sus gordezuelas manos pedía silencio
a la gente que inquieta estiraba el pescuezo tratando de ver que sucedía. Luego
meneó la cabeza y se puso en pie. Alguien del público ofreció una botella de
licor, pero el voceador se limitó a encogerse de hombros.
La gente solo
se limitaba a ver al hipnotizador yaciendo en el suelo, sin moverse.
De pronto, una mujer, entre el público,
lanzó un grito. Todos se volvieron a observarla y, un segundo más tarde,
siguieron la dirección de su mirada.
Inmediatamente se
produjeron gritos aún más agudos, ya que el joven dormido por el hipnotizador
continuaba ascendiendo. Mientras la atención de la gente estuvo centrada en
el fatal colapso del hipnotizador, el muchacho había seguido subiendo,
subiendo... Ahora se encontraba a más de dos metros por encima del tablado y
se elevaba más y más, inexorablemente. Aun tras la muerte del hipnotizador,
seguía obedeciendo aquella orden final: "¡Eléveseeee!"
El voceador,
con los ojos casi saliéndosele de las órbitas, dio un frenético salto; pero
era demasiado bajo y gordo. Sus dedos apenas rozaron la figura que flotaba en
el aire. El hombre volvió a caer pesadamente sobre el estrado, levantando
nubes de polvo con sus gastados zapatos.
El rígido cuerpo del
joven continuó su marcha hacia arriba, como si estuviera siendo alzado por una
invisible grúa.
Las mujeres comenzaron a
chillar histéricamente; los hombres gritaban, los niños extasiados miraban hacia
arriba con la boca abierta y una mano sobre la frente para cubrirse de los
molestos rayos del sol que casi se ocultaba detrás de los cerros. En realidad
nadie sabía qué hacer. Al ponerse en pie, el voceador tenía expresión de
pánico. Dirigió una intensa mirada a la yacente figura del hipnotizador.
—¡Baja, joven! ¡Baja!
—gritaba la masa—. ¡Joven! ¡Despierta! ¡Baja! ¡Detente! ¡Joven!
Pero el rígido cuerpo del Joven seguía
subiendo aún más. Arriba, arriba, hasta que estuvo al nivel de la parte alta
del entoldado, hasta que alcanzó la altura de los árboles más grandes... hasta
que rebasó los árboles y siguió ascendiendo por el limpio cielo de principios
de octubre, ya apenas visible por la luz cada vez mas escasa.
Muchos de los
que presenciábamos el fantástico hecho nos alejamos de ahí y otros se cubrían
con las manos el horrorizado rostro sin saber que hacer.
Los que se quedaron mirando, luego dijeron
ver cómo la forma flotante ascendía al cielo hasta no ser más que una leve
mota, como una pequeña mancha que flotara junto a la enorme luna llena del
otoño chihuahuense.
Luego
desapareció por completo.
Lentamente la
multitud se dispersó, cuchicheando en parejas el fabuloso espectáculo mientras
allá arriba, poco a poco, el atardecer dejaba el paso a las sombras de la joven
noche…
Un grupo de chamacos que
nos dirijímos de allí a la parte trasera de las tiendas del circo pudimos ver
como tres figuras se alejaban en la oscuridad entre ahogadas risas y subían a
uno de los carros de madera acoplado en la parte trasera del destartalado vehículo;
pudimos jurar que esos sujetos eran: el hipnotizador, el voceador y el Joven
que subió al cielo hipnotizado, pero nadie nos creyó cuando les platicamos lo
que vimos; para la masa reunida aquella noche de principios de Octubre, había
ocurrido un hecho increíble y nadie lo iba a echar a perder, se había
convertido en una experiencia de esas que se pasan de padres a hijos por muchas
generaciones; cuando se los platiqué a mis niños, tampoco ellos me creyeron que
los vimos entrar a los tres, también ellos quisieron dejarlo así, en el
misterio. Ahora yo me pregunto si realmente los vimos o no. Cuando al día
siguiente se fueron las carpas del “Familia Moreno’s Carnival” no pudimos ver a
nadie entre la polvareda que envolvió a los vehículos que jalaban los
remolques, y nadie recordó nunca el nombre ni la cara del Joven que esa
tarde memorable se elevó hasta el cielo, obedeciendo la orden del hipnotizador:
... —¡Eléveseeee!,¡Eléveseeee!...
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