sábado, 27 de octubre de 2012

Octubre mes de espectáculos en Chihuahua



...un fin de semana estaba viendo con mis niños un programa en la tele, donde salió el famoso hipnotizador español Tony Camo, “ordenando” al público hipnotizado que hiciera gracia tras gracias, algunas simples como que imitaran a algunos animales: unos a una gallina, otros a un gato, a un perro o a un mono, y otras gracias más complicadas como cantar imitando a algunos artistas o hacer que el hipnotizado viera al resto del público desnudo; como era un show cómico, estuvo por demás divertido ver como la gente “dormida” o “hipnotizada” hacía todo lo que al mentado mentalista se le ocurriera. Les platiqué que una vez me tocó ir a un espectáculo aquí en la ciudad donde el hipnotizador era el “Sensacional Taurus do Brasil” y si estuvo bien divertido; una de mis niñas me preguntó que si era cierto aquello y que pasaría si se le olvidaba despertar a alguno de los dormidos o hipnotizados. Entonces me acordé de algo y les platiqué cuando al barrio de la estación del Che-Pe llegaban aquellas carpas de circo que tanto nos alborotaban de niños y lo que pasó aquel día de octubre; la historia era más o menos así:

El "Familia Moreno’s Carnival" hizo su entrada a la populosa colonia en medio de ocres nubes de tierra suelta, seguidos por varios perros callejeros que ladraban a las destartaladas ruedas de los viejos y rechinantes vehículos. Llegó para pasar allí una noche y en un abrir y cerrar de ojos asentó sus vistosas y rayadas tiendas de lona en el gran llano que había junto a la estación del Ferrocarril Che-Pe, lugar que a menudo era utilizado para ese fin. Era una cálida tarde de principios de octubre y, hacia las seis, ya se había reunido una considerable cantidad de personas en la escena de la tosca función, muy iluminada con largas tiras de cordel con focos amarillos, verdes y rojos y una estridente musica circense de fondo.
El circo ambulante no era ni de gran tamaño ni de considerable importancia dentro de su género; sin embargo, su aparición fue animadamente recibida en el barrio, que estaba siempre atento a cualquier acto de importancia que le quitara algo del tedio diario de un lugar donde casi nunca pasaba nada interesante.
La gente de los barrios vecinos no pedían entretenimien­tos refinados; por consecuencia, la infaltable "Mujer Gorda", el "Hombre Tatuado" vestido de rudo marinero con todo y pipa, “El Becerro de Dos Cabezas” y el "Niño Mono" que se convirtió en eso por desobedecer a sus padres, les daban motivos suficientes para charlar animadamente ante cada uno de ellos, gastando gustosamente sus monedas en ese colorido espectáculo. Se llenaban la boca de cacahuetes y palomitas de maíz de chillones colores rosa, azul o verde, bebían vaso tras vaso de súper azucarada limonada, y se pellizcaban los dedos tratando de quitar los envoltorios de los gran­des y multicolores caramelos, todo era algarabía y la idea era pasar una buena tarde.
Cuando el hombre que anunciaba al “Gran Hipnotizador” comenzó su arenga, la gente parecía tranquila y tolerante. El voceador, un hombre bajo y rechoncho que llevaba un sucio y gastado traje a cuadros que una vez fueron azul marino, utilizaba un improvisado megáfono de cartón rojo, mientras el hipnotizador en persona permanecía apartado, en un extremo de la plataforma de tablas levantada frente a su tienda. Parecía no sentir interés por lo que ocurría. Desdeñoso, levantó una fina ceja y apenas se dignó mirar a la masa que se iba congregando alderedor del pequeño escenario.
Sin embargo, al fin, cuando frente a la plataforma hubo unas buena cantidad de personas, el hombre dio unos pasos hacia adelante, hasta quedar en el ámbito luminoso. Del público surgió un leve murmullo.
La aparición del hipnotizador bajo el foco amarillento suspendido sobre su cabeza tuvo algo de estremecedor. Su alta figura, su extrema delgadez, que le daba aspecto demacrado, su pálida piel y, sobre todo, sus grandes y profundos ojos negros, atraían la atención de forma inmediata. Su indu­mentaria, un severo traje negro a rayas, una camisa blanca con el gastado cuello y los puños percudidos y una anticuada corbata de lazo, añadían un último toque mefistofélico.
Con expresión que delataba frustración y una especie de suave desdén, miró fríamente al público.
Su sonora voz llegó hasta la última fila de mirones.
Necesitarré —dijo arrastrando exageradamente las “rr” y pronunciando de manera curiosa las “s”, como el silbido de una serpiente — la colaborración de un voluntar­rio. Si alguno de ustedes fuerra tan amable de subirr...
Todos miraron a su alrededor o cambiaron codazos con sus vecinos, pero nadie avanzó hacia la plataforma.
El hipnotizador se encogió de hombros y levantó de nuevo su fina ceja. Luego con voz can­sada, les dijo:
A no serr que alguien sea tan amable de subirr, no podrrá haberr demostrración. Les asegurro, damas y caballeros, que se trrata de algo inofensivo por completo para ustedes, que no entraña el menorr rriesgo.
Miró en torno, expectante. Momentos después un jo­ven se abrió paso lentamente por entre la multitud, en dirección al estrado.
El hipnotizador le tendió una huesuda mano, donde se veía un enorme anillo en forma de calavera en uno de sus largos dedos y le ayudó a subir los escalones; el joven casi no pudo apartar la vista de esa reluciente joya, pero el hipnotizador le hizo sentar en una antigua silla de madera.
Relájese caballerro —pidió con su cavernosa voz, como con un susurro, pero que se oía perfectamente en todo el escenario —. Dentrro de poco usted estarrá prrofundamente dormido y harrá exactamente cuanto yo le diga.
El joven se removió en el asiento y dirigió una media son­risa de auto confianza a los espectadores y les guiñó un ojo.
El hipnotizador atrajo su atención moviendo las dos manos frente a su rostro; fijó sus enormes y ojerosos ojos en él, y el joven dejó de pronto de removerse en la silla y entreabrió la boca, como perdiendo poco a poco su voluntad.
Una brumosa y pesada atmósfera parecía moverse lentamente por entre la gente que no perdía detalle de lo que ocurría enfrente de sus narices, así dejaran las manos llenas de comida cerca de sus bocas.
De pronto, alguien tiró a la plataforma una gran bol­sa de coloreadas palomitas de maíz. El proyectil descri­bió un arco sobre las luces y fue a romperse directa­mente sobre la cabeza del muchacho sentado en la silla.
El chico se hizo a un lado, casi cayéndose de su asiento, y el público, que poco antes permanecía mudo, estalló en grandes carcajadas y aplausos, algunas señoras apuntaban con sus indices hacia la graciosa escena mientras que con la otra sostenían sus temblorosos vientres.
El hipnotizador estaba furioso. Su rostro se puso co­lor púrpura y todo su cuerpo comenzó a temblar de ira. Dirigiendo una penetrante mirada a los asistentes, pre­guntó, con voz alterada:
— ¿Quién ha tirrado eso? Dijo levantando la delgada mano y el anillo relumbró como fuego por el reflejo de las luces del atardecer.
La masa guardó de pronto silencio, solo se escuchaban esporádicas y tímidas risitas en voz muy baja allá hasta atrás.
El hipnotizador siguió mirándoles. Al fin su rostro adquirió poco a poco un aspecto normal y su cuerpo dejó de temblar, pero en sus ojos siguió habiendo aquel maligno brillo, enmarcado por sus oscuras ojeras mientras caminaba a grandes zancadas por todo el escenario.
Hizo un ademán al joven sentado en la plataforma y le despidió con unas breves palabras de agradecimien­to. Luego se enfrentó de nuevo con la masa.
Debido a la interrupción, serrá necesarrio volverr a empezarr la prrueba... con otrro sujeto —anunció, en voz muy baja y acento muy penetrante, arrastrando aún mas, con coraje, las “rr” y siseando todavía más las palabras—.
Tal vez la perrsona que tirró las palomitas sea tan amable de subirr con migo, si eso no le atemorriza. Dijo, barriendo a la gente con su penetrante mirada, arrancando algunas exclamaciones ahogadas de varias personas.
Al menos diez o doce individuos se volvieron a mirar a alguien que se mantenía en la sombra, entre los más alejados espectadores.
El hipnotizador le localizó en seguida. Sus negros ojos parecieron por un momento refulgir.
Quizá el que nos interrumpió le dé miedo subirr — dijo, con voz burlona—. Prrefierre esconderrse en las sombras y tirrarr palomitas de maíz porrque le falta el valorr de subirr aquí conmigo.
El aludido al fin lanzó una exclamación y, con actitud beli­gerante, se abrió paso hacia la plataforma, codeando a la gente mientras caminaba con exagerada y teatral valentía. Su aspecto no tenía nada de notable; en realidad, en cierto modo se parecía al primer joven. Cualquier observador casual les hubiera supuesto a ambos pertenecientes a la misma clase trabajadora como el promedio del público expectante.
El segundo muchacho tomó asiento en la silla del es­trado y adoptó una clara actitud de desafío. Durante va­rios minutos luchó visiblemente contra las órdenes que le daba el hipnotizador para que se relajase. Sin embar­go, poco a poco su agresividad fue desapareciendo y miró, como se le pedía, a los penetrantes ojos que tenía enfrente.
Al cabo de un par de minutos, siguiendo las órdenes del hipnotizador, se levantó y se tumbó de espaldas so­bre los duros maderos de la plataforma. Los espectado­res contuvieron el aliento.
Va usted a dorrrrmirrrse —dijo el hipnotizador—. Va usted a dorrmirrse. Se está durrmiendo. Se está durrmiendo. Está ya dorrmido y harrá cuanto yo le orrdene. Cuanto yo le orrde­ne. Cuanto yo...
Su voz se convirtió en un susurro en el que se repe­tían las reiterativas frases. El público guardaba un si­lencio total y muchas bocas estaban muy abiertas y muchas gargantas estaban cada vez más sedientas.
De pronto, en la voz del hipnotizador entró una nue­va nota, y la audiencia se puso tensa.
No se levante, eléveeese de la plataforrmaordenó el hipnotizador—. ¡Eléveseeee de la plataforma!Sus oscuros ojos parecían lanzar rayos. El público se estre­meció y mas bocas se abrieron de par en par.
¡Eléveseeee!
Los espectadores, tras un jadeo colectivo, contuvieron el aliento.
El joven, rígido sobre el estrado, sin mover un múscu­lo, comenzó a ascender, siguiendo en su posición horizontal. Primero fue un movimiento lento, casi impercep­tible; pero pronto adquirió una firme e inconfundible aceleración.
¡Eléveseeee!espetó la voz del hipnotizador.
El muchacho continuó su ascenso, hasta encontrarse a más de medio metro del estrado, y seguía subiendo lentamente.
Los presentes estaban seguros de que se trataba de un truco de alguna clase, pero, aun contra su voluntad, miraban aquello boquiabiertos. El joven parecía estar suspendido en el aire, sin contar con ningún medio po­sible de apoyo físico.
De pronto, la atención del auditorio fue captada por un nuevo suceso. El hipnotizador se llevó repentinamente una mano al pecho, levantó a las alturas el otro brazo y un agh!!! ronco salió de su flaco tórax, vaciló, y, por último, se derrumbó pesadamente sobre la plata­forma.
Algunas señoras lanzaron un grito apagado, unas voces allá detrás llamaron a un doctor, algunos pidieron por el cura del barrio que por ahí andaba. El voceador del traje a cua­dros salió corriendo de detrás de la tienda y se inclinó sobre el inmóvil cuerpo del hipnotizador caído.
El hombre buscó el pulso del hipnotizador, se quitó el polvoriento sombrero de copa y puso su oreja contra el pecho, mientras que con sus gordezuelas manos pedía silencio a la gente que inquieta estiraba el pescuezo tratando de ver que sucedía. Luego meneó la cabeza y se puso en pie. Alguien del público ofreció una botella de licor, pero el voceador se limitó a encogerse de hombros.
La gente solo se limitaba a ver al hipnotizador yaciendo en el suelo, sin moverse.
De pronto, una mujer, entre el público, lanzó un grito. Todos se volvieron a observarla y, un segundo más tarde, siguieron la dirección de su mirada.
Inmediatamente se produjeron gritos aún más agu­dos, ya que el joven dormido por el hipnotizador conti­nuaba ascendiendo. Mientras la atención de la gente es­tuvo centrada en el fatal colapso del hipnotizador, el muchacho había seguido subiendo, subiendo... Ahora se encontraba a más de dos metros por encima del tabla­do y se elevaba más y más, inexorablemente. Aun tras la muerte del hipnotizador, seguía obedeciendo aquella orden final: "¡Eléveseeee!"
El voceador, con los ojos casi saliéndosele de las ór­bitas, dio un frenético salto; pero era demasiado bajo y gordo. Sus dedos apenas rozaron la figura que flotaba en el aire. El hombre volvió a caer pesadamente sobre el es­trado, levantando nubes de polvo con sus gastados zapatos.
El rígido cuerpo del joven continuó su marcha hacia arriba, como si estuviera siendo alzado por una invisi­ble grúa.
Las mujeres comenzaron a chillar histéricamente; los hombres gritaban, los niños extasiados miraban hacia arriba con la boca abierta y una mano sobre la frente para cubrirse de los molestos rayos del sol que casi se ocultaba detrás de los cerros. En realidad nadie sabía qué hacer. Al ponerse en pie, el voceador tenía expresión de pánico. Dirigió una intensa mirada a la yacente figura del hipnotizador.
—¡Baja, joven! ¡Baja! —gritaba la masa—. ¡Joven! ¡Despierta! ¡Baja! ¡Detente! ¡Joven!
Pero el rígido cuerpo del Joven seguía subiendo aún más. Arriba, arriba, hasta que estuvo al nivel de la par­te alta del entoldado, hasta que alcanzó la altura de los árboles más grandes... hasta que rebasó los árboles y siguió ascendiendo por el limpio cielo de principios de octubre, ya apenas visible por la luz cada vez mas escasa.
Muchos de los que presenciábamos el fantástico hecho nos alejamos de ahí y otros se cubrían con las manos el horrorizado rostro sin saber que hacer.
Los que se quedaron mirando, luego dijeron ver cómo la for­ma flotante ascendía al cielo hasta no ser más que una leve mota, como una pequeña mancha que flotara junto a la enorme luna llena del otoño chihuahuense.
Luego desapareció por completo.
Lentamente la multitud se dispersó, cuchicheando en parejas el fabuloso espectáculo mientras allá arriba, poco a poco, el atardecer dejaba el paso a las sombras de la joven noche…
Un grupo de chamacos que nos dirijímos de allí a la parte trasera de las tiendas del circo pudimos ver como tres figuras se alejaban en la oscuridad entre ahogadas risas y subían a uno de los carros de madera acoplado en la parte trasera del destartalado vehículo; pudimos jurar que esos sujetos eran: el hipnotizador, el voceador y el Joven que subió al cielo hipnotizado, pero nadie nos creyó cuando les platicamos lo que vimos; para la masa reunida aquella noche de principios de Octubre, había ocurrido un hecho increíble y nadie lo iba a echar a perder, se había convertido en una experiencia de esas que se pasan de padres a hijos por muchas generaciones; cuando se los platiqué a mis niños, tampoco ellos me creyeron que los vimos entrar a los tres, también ellos quisieron dejarlo así, en el misterio. Ahora yo me pregunto si realmente los vimos o no. Cuando al día siguiente se fueron las carpas del “Familia Moreno’s Carnival” no pudimos ver a nadie entre la polvareda que envolvió a los vehículos que jalaban los remolques, y nadie recordó nunca el nombre ni la cara del Joven que esa tarde memorable se elevó hasta el cielo, obedeciendo la orden del hipnotizador: ... ¡Eléveseeee!,¡Eléveseeee!...

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