jueves, 12 de octubre de 2017

Ruido

Para que no hagas tanto ruido!- y el zape tronaba ruidosamente en el salón del quinto año de primaria. Las primeras veces eso provocaba las estridentes carcajadas y los gritos burlones de quienes no éramos en ese momento el blanco del sonoro zape; eso era al principio, hasta que nos dimos cuenta del problema que la maestra Cruz Virginia tenía con el ruido, con cualquier ruido.
La maestra era muy sensible a los ruidos, demasiado sensible, hipersensible dicen ahora; todos los sonidos le molestaban de manera extrema: los trabajadores, los vehículos que pasaban pregonando mercancías por la calle, el chirriar del gis en el pizarrón, el pitar de las máquinas del tren Ch-P cerca de la escuela. No sé qué tan sensibles a los ruidos seamos hoy en día, pero creo que la maestra Cruz Virginia, de aquella escuela primaria Profesor Porfirio Parra donde estuve, no hubiera soportado el mundanal ruido de la vida cotidiana actual: el tráfico con sus pitidos, los repartidores de gas temprano los sábados y domingos, los vendedores de pan ranchero en las trocas con la desagradable grabación a todo volumen, los super-estereos de los carros con la música de banda con horrores como los actuales y desagradables narco-corridos.
De hecho no terminamos el año con ella, se retiró por esos problemas con sus oídos.
Decían las señoras del barrio que había acabado mal, que se había lastimado intencionalmente los oídos porque no soportaba ya los ruidos que la llevaron muy cerca de la locura y acabó sorda, con los oídos dañados; y uno como alumno del quinto año, niños con tremenda imaginación, en cualquier reunión de más de dos o tres chamacos platicábamos horrores de lo que sufría la tal maestra y de lo que le pudo haber pasado para acabar así.
Recuerdo que esta era una de las historias, ya no sé si fueron ciertas o inventadas:

Martillazos, martillazos, tap-tam-tap, martillazos...
La maestra Cruz Virginia hizo una mueca, suspiró y se cubrió la cabeza con la almohada. Malditos vecinos. Martillazos y más martillazos.
A pesar de la almohada podía oír el golpeteo de los trabajadores en la casa de al lado. Malditos vecinos.
Abrió un ojo, las siete y siete, de la mañana, del sábado, por el amor de Dios, y tenía que ser despertada por ese martilleo.
Algún trabajador puso en marcha algo como una sierra eléctrica. Ella dio un respingo en la cama.
Miró a su esposo, don Benito, tendido de espaldas tan tranquilo, profundamente dormido, y ella sabía que seguiría así, no importaba que otros ruidos se produjeran.
Le envidiaba. Suspiró, ahuecó la almohada, cerró los ojos. Se quedaría dormida otra vez y dormiría hasta las nueve, tal vez hasta las diez, entonces...
Un taladro gimió...
La maestra se sentó en la cama.
¿Qué pasa vieja...? murmuró don Benito, solo perturbado un poco por su brusco movimiento.
Entonces volvió a quedarse dormido, roncando suavemente. Roncando.
Odiaba que le dijera “vieja”, pero siempre lo hacía.
No habría más sueño para ella hoy.
Sacudió la cabeza, retiro las sábanas y se levantó de la cama.
Se asomó a la ventana y miró a los trabajadores. Continuaron su labor, completamente ajenos a su resentida mirada.
Hizo otra vez la mueca, entró al cuarto de baño, se lavó la cara e incluso por encima del agua corriendo pudo oír los golpes; tap-tam-tap.
Imposible.
Se metió en la ducha, abrió la llave al máximo y solo entonces, bajo el ruidoso chorro, el otro suido se redujo.
-Ignóralos, se dijo no por primera vez.
Se vistió, se tragó una aspirina, iba a ser uno de esos días.
Fue a la cocina para tomarse un café, por la ventana podía ver a los trabajadores sobre el techo martillando, martillando sin cesar.
Antes de volver a irritarse, se levantó y cerró la ventana y corrió las cortinas; el ruido se redujo un poco, pero no desapareció del todo.
Al rato bajó su marido, mascullando un “-buenos días, vieja”; luego al tratar de servirse café tiró la taza al piso y el estallido tronó en sus oídos; la maestra hundió la cabeza en sus hombros como ya era su costumbre y permaneció así un rato; don Benito murmuró un “-perdón, vieja” y se puso a barrer los trozos de cerámica: “rap-rap-rap” y los tiró del recogedor al bote de basura con ruido de mil vidrios rotos.
-¿No hace mucho calor, vieja? ¿De verdad quieres tener la ventana cerrada, vieja?
-Reduce el ruido, por favor no me llamesvieja”.
-Lo siento, viej… digo: Lo siento mujer…
Él le dirigió “aquella mirada”, la mirada que ella siempre odiaba, la expresión que le hacía sentir como un bicho raro y que cada vez más veía en la gente que la rodeaba, hasta en los alumnos la notaba.
-Oyes vieja, de verdad que tienes que hacer algo. Acéptalo, acéptalo, pts!, vivimos en un mundo ruidoso y no va a volverse más tranquilo –le dijo don Benito- como muchas otras veces le había dicho. –Bueno me voy vieja, hasta más tarde- y al salir dió un portazo que tronó justo arriba de los ojos de la maestra.
Desde afuera él le lanzó un besó con la palma de la mano y unos minutos después ella le oyó claramente bromear con los obreros sobre el ruido que hacían y de cómo molestaba a su esposa y que luego él sufriría las consecuencias; y escuchó las palabrotas y las carcajadas de todos y no pudo hacer otra cosa más que suspirar.
Luego el arrancar del carro de don Benito que se bajó por la calle tronando ruidosamente y echando demasiado humo y demasiado ruido.
Con su taza en la mano, fue a la sala y encendió la televisión: un gritón en un programa de concursos con mil luces centellantes, en otro canal otro gritón delirante narrando un partido de futbol, finalmente la apagó, demasiado ruido.
Desde otra casa en la misma calle le llegó el sonido de música rock a alto volumen.
El carrito que vende nieve pasó frente a casa con su inacabable y rasposa melodía de cajita musical. Magnífico, el sonido se había despertado temprano.
Ya basta, tenía que ir al supermercado y quería ir lo más temprano posible.
Una vez allí, recorrió el pasillo mientras el sonido ambiente tocaba música instrumental de canciones de moda, chasqueando continuamente mientras una voz femenina ladina y casi ininteligible le metía ofertas ruidosamente por las orejas.
En alguna parte un niño pequeño empezó a llorar; la maestra esperó a que se callara, pero no lo hizo, adquiría un volumen cada vez más intenso. Sus manos se crisparon sobre el carrito hasta que se le pusieron blancos los nudillos. Los gemidos se hicieron más fuertes. La aguda voz se alzaba y caía con patética ondulación. La voz de la madre era aguda y gritaba al niño que no debía llorar.
Un débil golpeteo en sus sienes anunció que el dolor de cabeza regresaba.
No sabía por qué odiaba tanto al ruido; desde su infancia era particularmente sensible al ruido, al menos eso era lo que decía su madre. Siempre le habían molestado las voces y sonidos altos y agudos, y siempre se metía en el gran ropero de sus padres cuando caía una tormenta con truenos.
Su padre le decía siempre que era simplemente una etapa que superaría, pero eso no había sucedido.
No había mejorado con la edad. Se había vuelto peor, mucho peor.
Seguida por los ruidos llego a la caja donde una muchacha silbaba mientras marcaba las mercancías, masticando ruidosamente una gran cantidad de chicle en su enorme boca.
-¿Cómo puede trabajar con todo este ruido? Los niños gritones deben volverla loca.
-Con el tiempo no se oye ¿sabe? Tendría que haber estado por aquí cuando hicieron la remodelación, eso sí fue terrible ¿sabe? Pero pos una se’costumbra, ¿sabe?
Se estremeció y abandonó el supermercado, en el camino tomó un par de aspirinas más.
Al llegar a casa todavía podía escuchar el tableteo de los trabajadores, cerró de golpe la puerta, mala idea; sintió el eco del portazo justo en medio de sus sienes, dentro de su cabeza.
Fue a dejar las cosas a la cocina y pudo oír el reloj del pasillo tic-tac, tic-tac; cada hora el sonar del gong de latón, nadie parecía oírlo tan molesto como ella.
El refri arrancó, haciendo sonidos arrullantes, como una paloma; a veces, cuando estaba tumbada en cama intentando dormir, podía oír aquel arrullo persistente, constante, inacabable. La llave del lavabo goteaba, ¿solo ella lo podía oír?, no podía creer aquello.
Su dolor de cabeza estaba peor que antes. Se centraba en un punto y parecía latir, inspiró profundamente e intentó relajarse.
Afuera seguía el ruido, un grupo de niños chillaban mientras jugaban en la calle.
Los pájaros se gritaban unos a otros ante su ventana. Una cortadora de césped gruño dos casas más abajo sobre un casi inexistente jardín. Un perro empezó a ladrar y luego otro le contestaba desde otra casa vecina. Ella intentaba no quejarse del ruido, pero a nadie le importaba, ni a sus alumnos, quería retirarse de dar clases pero aún le faltan algunos años, a menos que estuviera incapacitada...
Un ruidoso avión cruzó el cielo, un vecino estaba probando un carro con acelerones del ruidoso motor que nunca usaba salvo los sábados cuando ella intentaba descansar. El vecino sonaba el claxon una y otra vez mientras sus amigos reían a carcajadas mientras lavaban sus carros. Uno de ellos encendió la radio a todo volumen. Parecía que nunca podría escapar del ruido: Siempre la estaba acosando, asaltando, siguiéndola a todos lados, lo odiaba. Ella era demasiado sensible y por eso le dolía la cabeza.
Una ambulancia o un carro de la policía pasando velozmente a dos calles, su ululante sirena subiendo y bajando, subiendo y bajando como su dolor justo en medio de la cabeza.
Demasiado sensible, decía su papá, apenas susurrando.
Su teléfono sonó, y sonó y sonó, y ella permanecía parada inmóvil en medio de la cocina, con los hombros caídos, la espalda encorvada, oyendo todo aquello a un volumen demasiado alto, los ruidos tronantes de la casa, los ruidos estruendosos de la calle y hasta los ruidos del cielo mismo invadido, hasta ese que debería ser un lugar bello y silencioso, pero en esta vida nada era silencioso, nada, todo se perdía en medio de un mundanal y espantoso ruido; ruido aquí, ruido allá, ruido, demasiado ruido.

Cuando llegó don Benito a casa sin quererlo azotó la puerta de la calle, maldijo quedito y dijo con voz queda: -ya llegué vieja, perdona el ruido, ¿Dónde estás?...
No hubo ninguna respuesta, estaba todo en silencio, más callado que de costumbre, ningún ruido. Pensó muy adentro que si hubieran tenido hijos, uno o dos lo recibirían con alboroto y así no se toparía como siempre con aquella casa silenciosa y a veces tan lúgubre como la de hoy.
Entró a la cocina y la vió sentada de espaldas a él en un banco apoyada a la mesa.
Encima vió un pica hielo en medio de una mancha de algo rojo.
-Hola vieja, ¿estás...? no termino la frase dicha casi como susurro, dio vuelta a la mesa para verla de frente.

Entonces se dio cuenta de que a la maestra le manaba abundante sangre de los oídos...