La
nota anterior fue la buena noticia, el retorno con todo de “La Cofradía Rockera”, después del tan
penoso asunto.
La
mala noticia me la comentó Pacorro, uno de los asistentes a la última reunión:
-Hey,
oyes Pacorro –que le digo-, hoy no veo
por ningún lado a la Güera, ¿tienes
noticias de’lla? Raro que falte a una
re-reunión como la d’ihoy.
-¿Cómo
Artu? –que me contesta con cara de sorpresa, los ojos muy abiertos, la boca llena de carne asada y
levantando muy alto las manos, la diestra ocupada por una chuleta asada, envuelta
en una humeante tortilla de harina a medio comer, y la siniestra sosteniendo
una espumosa cerveza, a medio beber…
-¿Pos
que no supistes la “méndiga” bronca en la que andan metidas
ella y su hermana gemela, la Güera 2?
–me dice, dando largos tragos a la cerveza y grandes mordidas a la chuleta. En
el ambiente suena fuerte “Ride Easy”
de Asia, de la rocola ya funcional de “La
Cofradía Rockera”, alguien está recordando a John Wetton que recién ha
fallecido…
-Pos
no, sorry “méndigo” chato, sorry, no
lo supe, ¿Y qué les sucedió a ambas dos Güeras?... suéltala, suéltala…
-Pues
resulta mi estimado, que el “méndigo viejo”
de la hermana, o sea de la Güera 2, se llevó a la tierra del “méndigo” Trump a la hijita de ambos y
que no lo encuentran al “méndigo”,
como el “méndigo viejo” es “suidadano americano” (sic), con engaños el
“méndigo” se la llevó y parece ser
que, junto con la niñita, el “méndigo”
hijo de Trump se desapareció de la “méndiga”
faz de la tierra Artu!…
-Ups!
Pos sí, si es ese un enorme “méndigo”
problema, y debe serlo, por la gran cantidad de “méndigos” que usastes en
tu “méndiga” perorata- le contesto,
rascándome la nuca, impactado por esa mala noticia.
-Sí,
sí, sí -se lamentó el Pacorro, moviendo la cabeza de un lado a otro, salpicando
grasa de la chuleta, trozos de cebolla asada y salpicando para todos lados la espuma
de la cerveza-. Pos ellas se mantienen yendo y yendo al “méndigo
chuco, al gabacho” para buscar a ese “méndigo”
gringo pocho, pero ni con la ayuda de la “méndiga”
embajada mexicana (esa bola de “méndigos”
inútiles, dice por lo bajo), que solo las traen a vuelta y vuelta; la última
vez que ví a la Güera 2, se le miraba el “méndigo”
semblante muy cansado, acabado, triste, ido, se miraba hasta más mayor de edad
que su hermana gemela… muy triste mi Artu, muy, muy triste esta “méndiga” historia… resulta que el “méndigo” tipejo solo buscaba tener a la pequeña para desaparecerse
el muy “méndigo”; o séa llevársela,
robársela, secuestrarla, y pos la Güera 2
al fin de cuentas no lo conocía tan bien como parecía… anduvieron solo unas “méndigas” semanas de novios antes de
quedar embarazada del “méndigo” pocho,
que por cierto yo solo vi una vez, por cierto, y resulta que poco…
…
Y luego ya me contó el resto de la penosa historia, que ya casi ni escuché
completa porque era muy parecida a una historia que conocí allá cuando iba yo a
la secundaria, camino a la secundaria 5, y que era más o menos así:
La
Maestra de la Academia de Piano:
A las alumnas de “La Academia de Piano Villareal” les sorprendía mucho que a su
maestra le gustara tanto el circo. ¿Por qué la señora Margarita, que siempre
andaba triste, que apenas esbozaba una sonrisa muy leve cuando alguna de sus
discípulas, todas ellas “niñas bien”,
lograba dominar aquella pieza difícil; por qué, se preguntaban, cuando llegaba
un circo a la ciudad jamás dejaba de ir a todas las funciones, y se sentaba,
sola siempre, en un lugar de los más caros, en las primeras filas?
Recuerdo bien a esa maestra. Murió hace muchos
años. Vivía cerca del parque frente a la “Peni”, sola, sin parientes que la visitaran,
sin amistades, solo dedicada a su “Academia”.
Cuando iba yo a la secundaria, en aquellas tardes
de calor extremo del verano chihuahuense, o empujado y casi llevado en vilo por
los fuertes vendavales del otoño que coloreaba el parque de color sepia, o en
el largo caminar acompañado del crudo frío del invierno de mi ciudad, y luego
en la brillante primavera que devolvía la vida de colores por las plantas del
parque, siempre, siempre, era paso obligado caminar frente a su estudio -así llamaba ella a su academia-
y me detenía a ver a través de la ventana a las lindas muchachas que frente al
teclado del hermoso piano repasaban la lección, o que sentadas en una silla
estudiaban el Solfeo de los Solfeos, siempre con la presencia adusta de la
maestra que, con los brazos cruzados, el cabello recogido, alta, elegante,
delgada, con su eterna falda larga verde olivo, su mirar triste, distante,
dirigía esas “clases” de música y vigilaba a las chicas.
A veces me cruzaba con la profesora, y la
saludaba, pues sentía admiración por ella, y ella siempre contestaba los
saludos, con su voz bajita, profunda, con su mirar esquivo. Ya en aquellos
tiempos todo lo que se relacionara con la música me causaba admiración. A veces
me acercaba en las tardes-noches de regreso de la secundaria, y escuchaba como
la maestra tocaba alguna melodía en el piano, melancólica, triste, pausada,
pero hermosa su música.
Después, al paso de los años, cuando yo trabajaba
en la Farmacia a la vuelta de la esquina del parque, escuché su historia por
una muchacha vecina de su casa, había sido su alumna, y así supe el por qué iba
siempre al circo cuando alguno venía a la ciudad.
Resulta que la tal maestra Margarita era todavía
joven cuando llegó con una compañía de opereta un músico “americano”, gringo,
apellidado Anderson, Robertson, Stilson o algo así, nunca se supo bien como era
realmente. Violinista él, pianista élla, el común amor a la música los unió en
otro amor.
El músico se quedó a vivir en la ciudad, en el
barrio.
Al muy poco tiempo se casaron, y al año fueron
padres de una niña rubia y hermosa como el sol.
¡Qué dicha aquélla, que felicidad!
La maestra de música no había oído nunca música
más bella que la vocecita de Tina, aquella niñita suya, angelical. Pasaron dos,
tres años de ventura. Algo sucedió después. Ella no supo qué. Tampoco él le
dijo nada. Actuó con esa frialdad y alevosía con que actúan algunos hombres que
han dejado de amar a su mujer, que siempre han tenido otras oscuras y ocultas
intenciones.
Siguió tratándola como siempre la trataba, con
afectuosa deferencia.
Un día le avisó que irían los tres a la Ciudad de
El Paso, Texas de compras.
Ella necesitaba distraerse, le dijo, divertirse
un poco, alejarse de la rutina de la Academia y de sus clases.
Y allá fueron, a ciudad Juárez a arreglarle los
papeles a la niña para cruzar la frontera.
Se dice que tomaron habitación en buen hotel,
cenaron agradablemente.
Se dice que un par de días después arreglaron los
pasaportes, y una mañana, el violinista tomó en brazos a la niña y le dijo a su
esposa que mientras ella se arreglaba saldría un momento con la pequeña para
pasearla un poco y mostrarle unos escaparates de las tiendas vecinas, que
estaban arreglados ya para la Navidad.
Se dice que esa fue la última vez que Margarita
los vio.
Esperó todo la mañana, pensando que él se habría
distraído. Después salió a buscarlos, inútilmente.
Luego, desesperada, le informó al gerente del
hotel lo que le sucedía. Él la ayudó en una búsqueda telefónica por los
hospitales. Luego el hombre llamó a la policía, que también buscó sin
resultados.
Se dice que después de algunos días ella tuvo que
regresar, enloquecida, a su ciudad.
Ninguna noticia tuvo de su marido y de su hijita.
Por meses, por años prosiguió la búsqueda. Escribió a todos los consulados;
pidió ayuda en todas partes, pero no conocía a nadie, poco conocía de su marido
en realidad.
En vano, todo en vano. La niña, su niña, su
adoración, había desaparecido llevada por aquel hombre al que ella amó sin
conocerlo.
Siguió la vida, triste y vacía, para la maestra
Margarita.
Un día, de alguna manera, nadie sabe como,
alguien le dijo que su marido, hecho un guiñapo de hombre, empobrecido, dado al
vicio del alcohol, andaba tocando en la orquesta de un circo itinerante, y que
su hija era artista ahí también.
Se dice que desde entonces la maestra Margarita
se aplicó a ir a todos los circos que llegaban a la población. Clavaba la
mirada ansiosa en las muchachas que aparecían en el espectáculo, tratando de
reconocer en una de ellas los rasgos de su hija.
Pasaron los años. Pasaron todos sus años. Mi
conocida la visitó una vez, viejecita ya, reclinada en el lecho del que no
habría de levantarse más.
Poco tiempo después me enteré de que había
muerto. Mi conocida me contó que unos minutos antes de cerrar los ojos para
siempre le dijo con sonrisa iluminada a alguien que la visitaba, al tiempo que
señalaba una silla vacía que estaba a un lado de la cama:
"Mira, tantos años que me pasé buscando a mi
Tina, y ahora ella está conmigo aquí, sonriendo junto a mi lecho"