-¡Para
que no hagas tanto ruido!- y el zape tronaba ruidosamente en el salón del quinto
año de primaria. Las primeras veces eso provocaba las estridentes carcajadas y
los gritos burlones de quienes no éramos en ese momento el blanco del sonoro
zape; eso era al principio, hasta que nos dimos cuenta del problema que la
maestra Cruz Virginia tenía con el ruido, con cualquier ruido.
La
maestra era muy sensible a los ruidos, demasiado sensible, hipersensible dicen ahora; todos los sonidos le molestaban de
manera extrema: los trabajadores, los vehículos que pasaban pregonando
mercancías por la calle, el chirriar del gis en el pizarrón, el pitar de las
máquinas del tren Ch-P cerca de la escuela. No sé qué tan sensibles a los
ruidos seamos hoy en día, pero creo que la maestra Cruz Virginia, de aquella
escuela primaria Profesor Porfirio Parra donde estuve, no hubiera soportado el
mundanal ruido de la vida cotidiana actual: el tráfico con sus pitidos, los
repartidores de gas temprano los sábados y domingos, los vendedores de pan
ranchero en las trocas con la desagradable grabación a todo volumen, los
super-estereos de los carros con la música de banda con horrores como los actuales
y desagradables narco-corridos.
De
hecho no terminamos el año con ella, se retiró por esos problemas con sus
oídos.
Decían
las señoras del barrio que había acabado mal, que se había lastimado intencionalmente
los oídos porque no soportaba ya los ruidos que la llevaron muy cerca de la
locura y acabó sorda, con los oídos dañados; y uno como alumno del quinto año,
niños con tremenda imaginación, en cualquier reunión de más de dos o tres
chamacos platicábamos horrores de lo que sufría la tal maestra y de lo que le
pudo haber pasado para acabar así.
Recuerdo
que esta era una de las historias, ya no sé si fueron ciertas o inventadas:
Martillazos,
martillazos, tap-tam-tap, martillazos...
La
maestra Cruz Virginia hizo una mueca, suspiró y se cubrió la cabeza con la
almohada. Malditos vecinos. Martillazos y más martillazos.
A
pesar de la almohada podía oír el golpeteo de los trabajadores en la casa de al
lado. Malditos vecinos.
Abrió
un ojo, las siete y siete, de la mañana, del sábado, por el amor de Dios, y
tenía que ser despertada por ese martilleo.
Algún
trabajador puso en marcha algo como una sierra eléctrica. Ella dio un respingo
en la cama.
Miró
a su esposo, don Benito, tendido de espaldas tan tranquilo, profundamente
dormido, y ella sabía que seguiría así, no importaba que otros ruidos se
produjeran.
Le
envidiaba. Suspiró, ahuecó la almohada, cerró los ojos. Se quedaría dormida
otra vez y dormiría hasta las nueve, tal vez hasta las diez, entonces...
Un
taladro gimió...
La
maestra se sentó en la cama.
¿Qué pasa vieja...? murmuró
don Benito, solo perturbado un poco por su brusco movimiento.
Entonces volvió a quedarse dormido, roncando suavemente. Roncando.
Odiaba que le dijera “vieja”,
pero siempre lo hacía.
No habría más sueño para ella hoy.
Sacudió
la cabeza, retiro las sábanas y se levantó de la cama.
Se
asomó a la ventana y miró a los trabajadores. Continuaron su labor,
completamente ajenos a su resentida mirada.
Hizo
otra vez la mueca, entró al cuarto de baño, se lavó la cara e incluso por encima
del agua corriendo pudo oír los golpes; tap-tam-tap.
Imposible.
Se
metió en la ducha, abrió la llave al máximo y solo entonces, bajo el ruidoso
chorro, el otro suido se redujo.
-Ignóralos, se dijo no por primera vez.
Se
vistió, se tragó una aspirina, iba a ser uno de esos días.
Fue a la cocina para tomarse un café,
por la ventana podía ver a los trabajadores sobre el techo martillando,
martillando sin cesar.
Antes de volver a irritarse, se
levantó y cerró la ventana y corrió las cortinas; el ruido se redujo un poco,
pero no desapareció del todo.
Al
rato bajó su marido, mascullando un “-buenos
días, vieja”; luego al tratar de servirse café tiró la taza al piso y el
estallido tronó en sus oídos; la maestra hundió la cabeza en sus hombros como
ya era su costumbre y permaneció así un rato; don Benito murmuró un “-perdón, vieja” y se puso a barrer los trozos de cerámica: “rap-rap-rap” y los tiró del recogedor al
bote de basura con ruido de mil vidrios rotos.
-¿No hace mucho calor, vieja? ¿De verdad quieres tener la ventana cerrada, vieja?
-Reduce el ruido, por favor no me llames “vieja”.
-Lo siento, viej… digo: Lo siento mujer…
Él
le dirigió “aquella mirada”, la
mirada que ella siempre odiaba, la expresión que le hacía sentir como un bicho
raro y que cada vez más veía en la gente que la rodeaba, hasta en los alumnos
la notaba.
-Oyes vieja, de verdad que tienes que hacer algo.
Acéptalo, acéptalo, pts!, vivimos en un
mundo ruidoso y no va a volverse más tranquilo –le dijo don Benito- como
muchas otras veces le había dicho. –Bueno
me voy vieja, hasta más tarde- y al salir dió un portazo que tronó justo
arriba de los ojos de la maestra.
Desde
afuera él le lanzó un besó con la palma de la mano y unos minutos después ella
le oyó claramente bromear con los obreros sobre el ruido que hacían y de cómo
molestaba a su esposa y que luego él sufriría las consecuencias; y escuchó las
palabrotas y las carcajadas de todos y no pudo hacer otra cosa más que
suspirar.
Luego
el arrancar del carro de don Benito que se bajó por la calle tronando
ruidosamente y echando demasiado humo y demasiado ruido.
Con
su taza en la mano, fue a la sala y encendió la televisión: un gritón en un
programa de concursos con mil luces centellantes, en otro canal otro gritón
delirante narrando un partido de futbol, finalmente la apagó, demasiado ruido.
Desde
otra casa en la misma calle le llegó el sonido de música rock a alto volumen.
El
carrito que vende nieve pasó frente a casa con su inacabable y rasposa melodía
de cajita musical. Magnífico, el sonido se había despertado temprano.
Ya
basta, tenía que ir al supermercado y quería ir lo más temprano posible.
Una
vez allí, recorrió el pasillo mientras el sonido ambiente tocaba música
instrumental de canciones de moda, chasqueando continuamente mientras una voz
femenina ladina y casi ininteligible le metía ofertas ruidosamente por las
orejas.
En
alguna parte un niño pequeño empezó a llorar; la maestra esperó a que se
callara, pero no lo hizo, adquiría un volumen cada vez más intenso. Sus manos
se crisparon sobre el carrito hasta que se le pusieron blancos los nudillos.
Los gemidos se hicieron más fuertes. La aguda voz se alzaba y caía con patética
ondulación. La voz de la madre era aguda y gritaba al niño que no debía llorar.
Un
débil golpeteo en sus sienes anunció que el dolor de cabeza regresaba.
No
sabía por qué odiaba tanto al ruido; desde su infancia era particularmente
sensible al ruido, al menos eso era lo que decía su madre. Siempre le habían
molestado las voces y sonidos altos y agudos, y siempre se metía en el gran
ropero de sus padres cuando caía una tormenta con truenos.
Su
padre le decía siempre que era simplemente una etapa que superaría, pero eso no
había sucedido.
No
había mejorado con la edad. Se había vuelto peor, mucho peor.
Seguida
por los ruidos llego a la caja donde una muchacha silbaba mientras marcaba las
mercancías, masticando ruidosamente una gran cantidad de chicle en su enorme
boca.
-¿Cómo puede trabajar con todo este ruido?
Los niños gritones deben volverla loca.
-Con el tiempo no se oye ¿sabe? Tendría que haber estado por aquí cuando hicieron la remodelación, eso sí
fue terrible ¿sabe? Pero pos una se’costumbra, ¿sabe?
Se
estremeció y abandonó el supermercado, en el camino tomó un par de aspirinas
más.
Al
llegar a casa todavía podía escuchar el tableteo de los trabajadores, cerró de
golpe la puerta, mala idea; sintió el eco del portazo justo en medio de sus
sienes, dentro de su cabeza.
Fue
a dejar las cosas a la cocina y pudo oír el reloj del pasillo tic-tac, tic-tac;
cada hora el sonar del gong de latón, nadie parecía oírlo tan molesto como
ella.
El
refri arrancó, haciendo sonidos arrullantes, como una paloma; a veces, cuando
estaba tumbada en cama intentando dormir, podía oír aquel arrullo persistente,
constante, inacabable. La llave del lavabo goteaba, ¿solo ella lo podía oír?, no podía creer aquello.
Su
dolor de cabeza estaba peor que antes. Se centraba en un punto y parecía latir,
inspiró profundamente e intentó relajarse.
Afuera
seguía el ruido, un grupo de niños chillaban mientras jugaban en la calle.
Los
pájaros se gritaban unos a otros ante su ventana. Una cortadora de césped gruño
dos casas más abajo sobre un casi inexistente jardín. Un perro empezó a ladrar
y luego otro le contestaba desde otra casa vecina. Ella intentaba no quejarse
del ruido, pero a nadie le importaba, ni a sus alumnos, quería retirarse de dar
clases pero aún le faltan algunos años, a menos que estuviera incapacitada...
Un
ruidoso avión cruzó el cielo, un vecino estaba probando un carro con acelerones
del ruidoso motor que nunca usaba salvo los sábados cuando ella intentaba
descansar. El vecino sonaba el claxon una y otra vez mientras sus amigos reían
a carcajadas mientras lavaban sus carros. Uno de ellos encendió la radio a todo
volumen. Parecía que nunca podría escapar del ruido: Siempre la estaba
acosando, asaltando, siguiéndola a todos lados, lo odiaba. Ella era demasiado
sensible y por eso le dolía la cabeza.
Una
ambulancia o un carro de la policía pasando velozmente a dos calles, su
ululante sirena subiendo y bajando, subiendo y bajando como su dolor justo en medio
de la cabeza.
Demasiado
sensible, decía su papá, apenas susurrando.
Su
teléfono sonó, y sonó y sonó, y ella permanecía parada inmóvil en medio de la
cocina, con los hombros caídos, la espalda encorvada, oyendo todo aquello a un
volumen demasiado alto, los ruidos tronantes de la casa, los ruidos
estruendosos de la calle y hasta los ruidos del cielo mismo invadido, hasta ese
que debería ser un lugar bello y silencioso, pero en esta vida nada era
silencioso, nada, todo se perdía en medio de un mundanal y espantoso ruido;
ruido aquí, ruido allá, ruido, demasiado ruido.
Cuando
llegó don Benito a casa sin quererlo azotó la puerta de la calle, maldijo
quedito y dijo con voz queda: -ya llegué
vieja, perdona el ruido, ¿Dónde
estás?...
No
hubo ninguna respuesta, estaba todo en silencio, más callado que de costumbre,
ningún ruido. Pensó muy adentro que si hubieran tenido hijos, uno o dos lo
recibirían con alboroto y así no se toparía como siempre con aquella casa
silenciosa y a veces tan lúgubre como la de hoy.
Entró
a la cocina y la vió sentada de espaldas a él en un banco apoyada a la mesa.
Encima
vió un pica hielo en medio de una mancha de algo rojo.
-Hola vieja, ¿estás...? no termino la frase dicha casi como susurro, dio vuelta a
la mesa para verla de frente.
Entonces
se dio cuenta de que a la maestra le manaba abundante sangre de los oídos...