Recuerdo para otro ser amado que fallece por causa del cáncer, mi primo
Toño Lozoya.
Nacemos para vivir.
Por eso el
capital más importante que tenemos es el tiempo,
es tan corto nuestro paso por este
planeta,
que es una pésima idea
no gozar cada paso y cada instante;
con el favor de una mente que no tiene
limites
y un corazón que puede amar mucho más
de lo que suponemos...
Don Facundo Cabral.
En la reunión de La Cofradía Rockera, estuve platicando largo y tendido
con mi amigo Agustín Camargo quien, como la mayoría de los del H. Gremio de los
Taxistas, conoció bien a mi primo Toño Lozoya, que muy lamentablemente falleció
hace poco tiempo víctima del cáncer.
Saludos Bro; como te comenté, aquí publico algunas de las cosas que nos
estuvimos acordando esa noche, arropados por el agradable ambiente del convivir
rockero. Sonando en el aire los inconfundibles acordes del tema “Working Man”del
grupo canadiense Rush, mientras en el tradicional y muy chihuahuense “disco”se
cocinan a fuego lento un montón de mojarras y nosotros, cerveza en mano recordamos
a tu amigo Toño, a mi entrañable primo.
Recordamos también a otros amigos en común que se nos adelantaron en el
camino, también víctimas del cáncer.
Aquí un recuerdo para otro héroe caído en la desigual lucha contra
esa terrible enfermedad, para nuestro amigo Luis Montes, a quien despedimos junto con el 2014, en Diciembre:
Cuando el médico le dijo que se iba a morir se sintió más vivo que
nunca.
No se le vino el mundo encima, como dicen; antes bien se prometió que
él se le vendría encima al mundo.
Todo empezó con aquel dolorcillo leve que sintió en el pecho, y que
creyó era efecto del frío del invierno. Pero pasó el invierno, y el dolorcillo no pasó. Se convirtió en dolor.
En primavera un dolor es más dolor, de modo que fue a la consulta de un médico.
Exámenes. Radiografías. Pruebas de laboratorio.
Y al final el diagnóstico:
cáncer de pulmón.
Se sorprendió. Jamás había fumado. Hizo deporte cuando joven. Aun ahora
solía ejercitarse; salía a caminar todos los días. Se había considerado siempre
un hombre sano. Y ahora el médico le decía que le quedaban seis meses de vida,
cuando más.
“¿Hay algo que se pueda hacer?”. “Nada. Ya es demasiado tarde”. Él no
tenía miedo de morir. Temía, sí, a la enfermedad, a los dolores e indignidades
que con ella vienen. El médico lo tranquilizó. Había formas de evitarle el
sufrimiento, le indicó, y se emplearían todas.
Cuando llegara la hora se iría
sin darse cuenta, rodeado de sus seres queridos.
Él iba a decir: “No tengo seres queridos”, pero se contuvo. Hacía años
se había divorciado de su esposa; los dos hijos que con ella tuvo vivían lejos;
nunca los veía.
¿Amigos? Apenas algunos conocidos con quienes se reunía a veces para
intercambiar tedios y soledades.
Alguna vez, hace ya mucho tiempo, había sido fundador de la naciente
Cofradía Rockera, aunque ya no asistía a esas reuniones.
Además en trances como éste los amigos dejan de ser amigos: se vuelven
sobrevivientes que en el fondo se alegran de no haber sido ellos a los que les
cayó el rayo. Te dicen a lo más: “Qué mala suerte”, y luego se van a ver los
resultados del futbol.
Fue entonces, en la presencia de la muerte, cuando le llegó la vida.
En el patíbulo, como quien dice, se sintió hombre nuevo. Una extraña
seguridad en sí mismo lo invadió.
¿Saben qué hizo? Buscó a la primera mujer de la que estuvo enamorado.
Ya no era, claro, la que había sido cuando él la conoció, aquella
muchacha hermosa, de cuerpo apetecible y rostro de madona. Viuda, marchita ya,
mostraba en el paso y en el peso el peso y el paso de los años. No había sido
su novia, ni siquiera su amiga, pero fue su amor platónico en la juventud,
cuando el amor acaricia más el alma y hace que te duele más.
La buscó y le dijo que había estado enamorado de ella cuando empezaban
ambos a vivir. Ella sonrió y le agradeció el recuerdo.
Le preguntó después: “Y ¿para qué me buscas?”. Había en su voz una
cierta nota de inquietud.
Dijo él: “Soy hombre viejo, y no quiero irme de este mundo sin tocar
tus labios con los míos. No se trata de un beso, no. Un roce nada más; apenas
una insinuación de beso. Con eso cumpliré el sueño de mi vida. ¿Te costará
tanto sacrificio cumplirle esa ilusión a alguien que se va?”.
Ella sonrió otra vez. Se llegó a él y le tomó las manos. Luego acercó
su rostro al suyo. Él puso sus labios en los de la mujer. Fue casi un beso y
casi no lo fue. Cuando se separaron, en los labios de los dos había una
sonrisa, y en sus ojos una luz.
Me gustaría decir que se siguieron viendo; que nació en ellos el
prodigio del amor, y que eso puso en él la esperanza de la vida. Me gustaría
decir que luchó contra la enfermedad y la venció, y que los dos vivieron una
existencia nueva y feliz; feliz por ser nueva, nueva por ser feliz. No fue así.
Eso sucede sólo en las historias que andan en la red, y que la gente
comparte para disipar el miedo de la muerte, y más aún el miedo de la vida.
Aquí eso no pasó.
La enfermedad hizo lo que tenía que hacer: matar, y él hizo lo que
tenía que hacer: morir.
Pero se fue del mundo con el recuerdo de aquel beso que casi no fue
beso.
Se fue tranquilo, con agradecimiento para la mujer que cumplió, sin
saberlo, la última voluntad de un condenado a muerte. También me gustaría decir
que con el aliento final él pronunció el nombre de la mujer amada. Tampoco
sucedió eso. Murió en silencio, y solo. Pasó del sueño de los medicamentos al
de la muerte. No sé qué sueño sea ése, pero si en verdad es sueño en él estará
el sueño de aquel beso, de aquel breve momento de vida que iluminó la eternidad
de la muerte.