domingo, 25 de diciembre de 2011

El Brillo de Navidad



¿Un cuento de Navidad a estas alturas del partido? Vamos, ¿Y cuál es el problema?
La literatura, el escribir y el leer no deben tener temporadas o periodos de tiempo, eso es mundialmente conocido por los ávidos lectores (y por los no tanto); en éso debemos ser completamente intemporales y debemos, también, tratar de hacerlo en cualquier momento que tengamos libre, el tiempo es solo una común unidad de medida y no un perverso tirano, (guau!: voy a escribir esa última "frase dominguera" para usarla de nuevo en un futuro escrito que lo amerite, y si no lo amerita, la meto con calzador que, seamos sinceros, me salió buena la tal frase ). 
Últimamente he estado algo ocupado y, para acabarla, con mi laptop desconchifladita, por eso la laaarga ausencia. Ésta semana estoy de vacaciones y voy a tratar de ponerme al corriente con muchas cosas, el blog es una de ellas. Así que, si ustedes lo desean, léan este cuento de Navidad (atrazado si me lo reclaman) que lo escribí hace ya muchos años; ojalá les guste y ojalá, en estas fechas y siempre, los acompañe a todos ustedes El Brillo de la Navidad...

Recuerdo como conocí a doña Luisa. En una vieja canasta de tejido, ella vendía bolsitas de semillas de calabaza en la entrada del edificio del Cine que queda cerca de mi trabajo. 
Era ella una ancianita muy morena, delgada en extremo y de figura menudita que se protegía del frío viento entre las columnas metálicas de la fachada de la alta edificación, aunque a menudo se sentaba en el duro y frío suelo de cemento.
Las heladas rachas del aire invernal agitaban sus ropas de indígena del sur. Ése su atuendo gris por tanto tiempo de uso, y que se adivinaba que alguna vez fuera de tejido multicolor, parecía tener con ella toda una eternidad, sin embargo, le quedaba perfecto. 
Quizá era la costumbre de verla muy seguido en la calle donde yo vivo, pero no podía imaginar su frágil cuerpo dentro de otro vestido: con su moreno rostro surcado por profundas arrugas y esas largas trenzas de pelo cano con las puntas atadas detrás con un nudo del listón que alguna vez fue rojo; bajo el gastado rebozo, parecía ella y su traje de indígena sureña como una sola imagen, algo tan costumbrista que quizá forma parte de alguna memoria ancestral colectiva que se relaciona inmediatamente con los trazos de un mural de algún edificio gubernamental, o con un dibujo en un libro de texto de primaria, o con las indígenas que vi en alguna antigua película mexicana en blanco y negro.
Pero allí estaba doña Luisa, contando con dificultad las monedas; con un inseguro dedo señalaba una a una las bolsitas que quedan en la gastada canasta. Un leve temblor de su ojo, rodeado por innumerables arrugas, reflejaba su preocupación. De nuevo tenía problemas con las monedas que no correspondían con las bolsitas que aún quedaban en su vieja canasta.
Un pequeño remolino de helado viento la sacó de sus profundos pensamientos, ella instintivamente se acurrucó en su gris rebozo mientras allá, arriba muy alto, el cielo se llenaba de oscuras nubes que presagiaban fría lluvia, o tal vez nieve. Pero ella parecía ser transparente a ese helado viento que provocaba que la gente que pasaba alrededor cerrara aún más sus gruesos abrigos y apurara sus pasos.
Aunque nada en su semblante sin emociones lo delatara, ella extrañaba en ese momento más que nunca a su cálida y lejana Oaxaca, donde nunca antes conociera el gélido aliento de ese frío norteño.
Un grupo de muchachos con el pelo endurecido por el fijador, y enfundados en modernas chamarras deportivas multicolores pasó frente a doña Luisa armando gran alboroto.
Uno de ellos, de hirsutos cabellos color zanahoria empujó a su compañero, que de un tremendo salto pasó volando por encima de doña Luisa. Ella apenas alcanzó a agacharse moviendo ligeramente la cabeza. La parvada de muchachos se alejó entre brincos, empellones y ruidosas carcajadas, festejando con groseras palabrotas la broma.
Doña Luisa con los ojos entrecerrados asomó en su rostro moreno una sonrisa apenas dibujada por la delgada línea que marcaba sus labios; ahora extrañaba también los tiempos aquellos, cuando sus pequeños hijos correteaban y se empujaban y reían festejando alguna travesura en aquella cálida y lejana Oaxaca; mientras, aquí, las rachas de frío viento parecían pasar a través de ella sin siquiera tocarla.
Yo la miraba desde el otro pilar de la fachada, sintiendo que de pronto me pesaba mi enorme chamarra; pareciera que el ligero y gastado rebozo cubría mejor del frío que cualquier otra prenda invernal, pero era solo la imagen como una ilusión óptica, interiormente yo sabía que ella sentía el frío pero no lo demostraba; de hecho era rara la vez que ella demostraba alguna emoción.
De reojo seguí viendo a doña Luisa, y en ese momento pensé en el abismo que dividía el mundo moderno del alrededor diáfano y el de ella, el mundo de los muchachos de alborotado y ruidoso ir y venir y el mundo intemporal de doña Luisa que ocupaban el mismo espacio, pero estaban separados por lo que parecía una eternidad en el tiempo. En ese momento no pude saber cual de los mundos era el mejor o, en su caso, el peor.

Ésa noche es Noche Buena y doña Luisa llegó ya tarde a la casa vecina de la mía; el pequeño departamento interior rentado de una vecindad donde la familia de su hijo Joaquín compartía el hogar con ella. Él y su esposa, mujer también indígena del sur preparaban las bolsitas de dulces y de semillas de calabaza y toda la familia participaba en la venta caminando por las calles, en los cruceros o en los portales de las entradas de los edificios donde hubiera movimiento de personas.
Sin Embargo, esa noche doña Luisa fue de nuevo regañada por su hijo Joaquín; que le dijo que las monedas otra vez no cubrían la cantidad de bolsitas que llevaba en la canasta cuando salió de casa.
Amá, tenga usté más cuidado, ansina se nos van las ganancias—. Como muchas otras veces le había dicho, Joaquín le hablaba con un leve enojo marcado en su moreno rostro de indígena del sur. Doña Luisa solamente bajaba la cabeza y no respondía; de hecho, era rara la vez que ella decía algo. Pero Joaquín sabía que ésa noche era Navidad y la abrazó muy, pero muy fuerte y las miradas de madre e hijo se cruzaron en un momento mágico.
En ese momento mágico doña Luisa volvió a ver el brillo en la mirada de niño de su hijo ahora adulto y más que ver, sintió ahí representada también la mirada de niño de sus otros hijos que ahora vivían en algún lugar en Estados Unidos o quien sabe dónde y que hacía mucho tiempo ella no tenía ni noticia de ellos.
Ande Amá, tenga usté su cena y vaya a su cuarto a descansar y abríguese bien que va a hacer mucho frío—. Le dijo Joaquín, mientras la acompañaba a cruzar el pequeño patio de dura tierra apisonada que dividía los cuartos en la vecindad.
Ella se encaminó hacia aquél pequeño cuarto que le servía de recámara, pero se detuvo a la mitad y miró al cielo que ya se había despejado completamente; allá arriba, muy arriba, las claras luces de las estrellas brillaban intensamente, lanzando alguna de ellas de vez en cuando un destello de color azul, amarillo o naranja como de piedra preciosa y, para doña Luisa, brillaban y titilaban como hacía mucho tiempo ella no lo notaba.
Tenían ese Brillo de la Navidad que es mitad recuerdos y mitad escenario; sin regalos ni cenas especiales, sin fiestas ni abrazos al calor de fuertes bebidas y alboroto; solo era suficiente la memoria de gratas remembranzas familiares y un cielo muy estrellado de intensas luces, sin luna, pero eso sí, con mucho frío.

Ande Amá, ande, vaya ya a dormir que hace mucho frío y, Amá…—. Le dijo Joaquín con los ojos muy muy brillantes; —. Tenga usted una muy Feliz Navidad—.
Doña Luisa le sonrió levemente y sus ojos reflejaron la muy muy brillante mirada de su hijo, él le regresó la sonrisa que, en ciertas circunstancias como ésta, dice más cosas que mil palabras; luego doña Luisa se encaminó a su cuarto con su plato y su taza, dejando tras de élla una delgadísima estela de vapor en el quieto y frío aire del invierno norteño.
Arriba en el cielo, muy arriba, las estrellas parecían multiplicarse y brillar aún más; maravilla que también notó Joaquín, que permaneció en la puerta hasta que su “Amá” entró al cuarto y cerró la puerta. Luego miró de nuevo al cielo estrellado y entró, cerrando bien la puerta para que no entrara tanto el frío.
Doña Luisa se sentó en el borde de su cama y en silencio comió y bebió su caliente bebida; la suave sonrisa de sus delgados labios ya no se borró, al menos por aquella noche, ya estaba disfrutando a su silenciosa manera esa Feliz Navidad y había sentido de nuevo el Brillo de la Navidad como hacía mucho no lo recordaba.

Después de algunas semanas ya no ví en esa casa vecina de la mía a la familia de Doña Luisa y de su hijo Joaquín; como muchas otras familias del sur del país, su vida se ha vuelto nómada, buscando oportunidades de comerciar sus mercancías en diferentes lugares y rara vez duran un tiempo considerable en alguna ciudad, y menos con un clima tan extremoso como el que hay aquí en el norte del país; pero ojalá así hayan sido sus Navidades ojalá, también, siempre la acompañe a ella y a todos nosotros, el Brillo de la Navidad.

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